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La cólera se le trasvertía de tal modo que no había lugar para que pasase el alimento. Á duras penas pudo D.ª Robustiana lograr que sorbiese una taza de caldo. Se alzó de la silla, bajó á su cuarto, atolondrado, confuso, sin saber qué partido tomar ante aquel alud que se le venía encima, aquella gran desgracia. Porque tal consideraba la profanación de su retiro ameno y deleitoso.

Una tarde, después de comer y haber terminado con todos los menesteres de la casa, se encaminó á pie hacia Entralgo. Encontró al ama de gobierno muy afligida y se enteró de que D. Félix había salido ya de Oviedo para Panticosa con la señorita María. La buena de D.ª Robustiana, como los demás vecinos, tampoco concebía grandes esperanzas: pensaba que la señorita estaba herida de muerte.

¡Basta, basta ya! exclamó éste. Ahora vamos á comer. Se limpiaron de nuevo los ojos y salieron del gabinete. Justamente en aquel momento llegaba D.ª Robustinana diciendo en alta voz: Señor, señor, que la sopa ya está fría. Al verlos cogidos de la mano y con los ojos enrojecidos quedó sorprendida. Robustiana, aquí tienes á mi hija manifestó el capitán presentándola.

La emoción con que un sacerdote místico abre el sagrario donde se guarda el Sacramento no es comparable al gozo inefable y al respeto con que D.ª Robustiana abría las puertas de aquellos grandes, vetustos armatostes de nogal, donde se guardaba la ropa blanca de la noble casa de Ramírez del Valle.

Comieron el capón asado, las truchas salmonadas, las olorosas judías con morcilla y lacón, la rica empanada de anguilas, todo aderezado y servido por las manos primorosas de D.ª Robustiana, á quien servía en esta ocasión de azafata la vivaracha Flora.

Porque si bien el perro de D. Félix no había brillado nunca por su amabilidad, tampoco se había mostrado con ella á tal punto desabrido. Una tarde en que se hallaba D. Félix hablando con Regalado en la sala grande, llegó Flora con encargo de D.ª Robustiana para traer una cesta de ropa. Al pasar vió á Talín durmiendo enroscado sobre una silla.

Regalado se mostraba gozoso al ver tan irritada á la muchacha. Los demás reían. Á D.ª Robustiana le costaba trabajo igualmente reprimir una sonrisa. Le hacían mucha gracia las bromas de su marido, aunque por naturaleza fuese mujer de carácter apacible y bondadoso. Tenía alguna más edad que él y era gorda y vestía al mismo tenor, un traje intermedio ni de señora ni de aldeana.

¡Ay, madre mía del Carmen, amparadnos! exclamó D.ª Robustiana temblando fuertemente con las dos armas en la mano. ¡Silencio!... y Flora y la criada os encerraréis en el gabinete de atrás y arrimad los colchones al balcón por si alguna bala atraviesa la madera. ¡Ay, santo Cristo de Candás! ¡Silencio, te digo!... Despierta á Linón sin hacer ruido... No le chilles... sacúdelo.

Mas al fallecer su hijo Gregorio en Oviedo y al partirse para allá María, la imagen de Flora fué adquiriendo mayores proporciones en el círculo de sus pensamientos. Ya no se limitaba á asentir cuando D.ª Robustiana le proponía llamarla á pasar unos días en Entralgo: él mismo se arrojaba á proponerlo ó buscaba ocasión para ello.

Después se acercó á la puerta y posando los labios sobre la cerradura preguntó en voz de falsete también: ¿Dónde están? Un hombre saltó la tapia de la huerta; le sentí caer sobre el montón de leña que hay allí arrimado. Me asomé y le vi acercarse á la casa y escalar la pared respondió D.ª Robustiana por el mismo procedimiento. ¿Despertaste á Regalado?