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Ni Santa Rita de Casia, amiga Teresa, sufrió tanto como yo con aquel hombre endemoniado. En fin, usted ya lo sabe.... Pero cuente usted. A lo que estamos, que lo mío ya pasó y a nadie interesa. Y doña Manuela, como persona inteligente en el asunto, escuchaba la relación de la pobre Teresa, que balbuceaba y tenía que hacer esfuerzos para no llorar. Por la mañana lo había descubierto todo.

Es cierto... Lo que usted dice es justo y cierto... ¡Ah, María Teresa, María Teresa!... Y trastornado, Juan balbuceaba: ¡Libre, usted es libre! La joven respondió: No, Juan, no, yo no soy libre; si me he desligado, es porque, durante mis frías relaciones con Martholl, conocí que todo mi corazón pertenecía a otro... ¡A otro! ¡Ah! Juan, ¿no adivina usted?

Esa instabilidad en sus estudios, esa originalidad excesiva en el absurdo, ese agotamiento de que usted se queja a menudo son los estigmas reconocidos del genio... Muchas gracias, muchas gracias balbuceaba el mosquito. Pero el señor Valleumbroso no padece convulsiones, y según me han dicho, los genios... apuntó tímidamente uno de los admiradores que rodeaban a Pareja.

Juzgándome arruinado, todos aquéllos que mi opulencia humilló, cubriéronme de ofensas. Los periódicos, con triunfal ironía, publicaron mi miseria. La aristocracia, que balbuceaba adulaciones, inclinada a mis pies de Nabab, ordenaba ahora a sus cocheros que atropellasen en las calles el cuerpo encogido del escribiente de secretaría.

¿Otro préstamo más? dijo el usurero. ¡Estamos frescos! Ni al veinte por ciento. Usted es el sobrinito de Esteven, ¿verdad? pues peor. Sin embargo se atrevió a argüir Quilito, usted tiene un pagaré a mi nombre, que... que mi tío... garantiza. Balbuceaba, temeroso que le oyeran.

Permaneció Fernando confuso ante la hermética hoja de madera. Balbuceaba excusas. Había venido para saber de la salud de la señora: temía que estuviese enferma. Pero ella cortó estas palabras humildes que imploraban perdón con otras breves y rudas como órdenes. Podía retirarse. No se venía sin permiso al camarote de una dama. Era una imprudencia comprometedora, indigna de un gentleman.

Don Custodio le hablaba de moralidad, de religion, buenas costumbres, etc. Pero, balbuceaba el escritor, si nuestros sainetes con sus juegos de palabras y frases de doble sentido... ¡Pero al menos están en castellano! le interrumpía gritando el virtuoso concejal, encendido en santa ira; ¡¡¡obscenidades en francés, hombre, Ben Zayb, por Dios, en francés!!! ¡Eso, jamás!

Diógenes lanzó tal sollozo, que pareció romperse su pecho, como si le estallara el corazón dentro; crujió la cama a los violentos impulsos de su cuerpo, y agitando los brazos en alto, balbuceaba con la lengua cada vez más torpe: ¡Quiero!... ¡Quiero!... ¡Quiero confesar!... ¡María..., María!... ¿Oyes lo que dice la niña?... ¡Quiero confesar!... ¿Pero con quién..., con quién?... ¿Quién me confiesa a , Dios mío?... ¿Dónde hay espuerta tan sucia que reciba mis pecados?... ¡Soy un infame, un perverso!... ¡Me pesa, Dios mío, me pesa!...

Sus abuelos habían sido piratas en el Archipiélago, y él, viendo cortada esta carrera heroica, hizo el contrabando en su juventud. Spadoni, algo intimidado por la majestad del grande hombre, balbuceaba excusas con los ojos fijos en su pechera brillante ornada de perlas y en el chaleco de seda gris que cubría su recio vientre.

Golpes repetidos en la puerta, y la voz gangosa del hermano de Nélida, una voz que balbuceaba más que de costumbre por el temblor de la cólera: «¡Abre... abre!». Empujaba la puerta como si quisiera echarla abajo. Por un resto de prudencia habló a través del ojo de la cerradura: «Abre: tienes un hombre en la "cabina"... Se lo voy a decir a papá».