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Al cual apenas le quedan fuerzas para pensar.... Mas de repente da un brinco, lívido, y con el brazo en tensión, señala con el índice a la esfera del reloj que tiene enfrente. ¡La hora! grita aterrado, y procura separarse de la mesa y echar a correr.... ¿Qué hora? preguntan todos. La hora de.... Bonis miró a Serafina con ojos que imploraban compasión y ser adivinados.

Los ojos de la madre imploraban al pequeño con desesperada súplica: «Di arzobispo, rey míoPara la buena señora, su hijo no podía debutar de otro modo en la carrera de la Iglesia. El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado.

Cuando se elevaba hasta sus cumbres podía abarcar con rápida visión el mar solitario, sin la gallarda montaña del buque y moteado de objetos obscuros. Estos objetos se deslizaban inertes ó se movían agitando un par de antenas negras. Tal vez imploraban socorro, pero el desierto húmedo absorbía los gritos más furiosos, convirtiéndolos en lejanos balidos.

Las miradas de Luciana me imploraban y me daban las gracias al mismo tiempo, mientras leía yo en ellas no qué sombrío y trágico que me espantaba. ¿Qué me oculta? me pregunté. Tenía el presentimiento de que no me lo había dicho todo. La buena señora de Grevillois, entretanto, me colmaba de cumplidos y de excusas por verse obligada a despedirme.

Algunos la reconocían, repitiendo su nombre: «la duquesa de Delille». Por instintiva repulsión, ó por el cobarde deseo de no verse mezclados en «historias», nadie la hablaba, dejándola sola en el centro del grupo, con sus ojos estupefactos que imploraban un auxilio, sin saber cuál. Personas de buena voluntad empezaron á desarrollar sus iniciativas autoritarias. ¡Aire!... ¡dejen aire!

Las mujeres le enseñaban sus criaturas amarillentas, con los ojos velados por el hambre y una respiración apenas perceptible. «Pan... pan», imploraban, como si él pudiese hacer un milagro. Entregó á una madre la moneda que tenía entre los dedos. Luego dió otras piezas de oro.

Duró la accion dos horas y media, y conseguido el triunfo, se celebró con repetidas aclamaciones de viva el Rey, y añadiéndose el consuelo, de que ninguno de los nuestros hubiese precido, cuyo particular beneficio se atribuyó justamente á la Reina Purisima de la Concepcion, cuya efigie iba colocada en la principal bandera, y en los corazones de los soldados, que devotos y confiados, imploraban su auxilio para el vencimiento; porque las fuerzas de los rebeldes ascendian á 5,000 combatientes, sin contar un crecido número de mugeres, que obstinadas los seguian, y no les eran inutiles, porque conducian sin cesar piedras á los hombres, para que no les faltasen en el acto del combate.

Un ligero estremecimiento hacía palpitar sus labios; los ojos, prometiendo amor, imploraban piedad, y el rostro iba tomando la palidez marmórea de la estatua que vio don Juan en sueños; pero ésta no era piedra esculpida, sino hermosa carne modelada por Dios y vivificada con el soplo de su espíritu para delicia del hombre. Don Juan no pudo aguantar más.

Todos se acogieron al asilo del templo, en donde con muchas lágrimas y señales de arrepentimiento, imploraban el perdon de sus vidas y el indulto de sus casas y haciendas, para que no fuesen entregadas á las llamas, como merecian.

Los hombres me imploraban con los ojos, como pobres cautivos; las mujeres me enseñaban sus pequeñuelos; los ancianos se ponían de rodillas. Yo era el vencedor que, al arruinar el Casino, talaba su patria, condenándolos á la miseria... Esta plaza estaba negra de gente. Al bajar de mi vehículo vi la escalinata del Casino ocupada por un cortejo grandioso.