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Estaba seguro de haber empezado á amarla el día que se presentó en Villa-Sirena á pedir el perdón de su deuda, confesando su ruina. ¡Pobre duquesa de Delille, acostumbrada á gastar millones al año, propietaria de minas preciosas, y teniendo que vivir del juego, como una aventurera!... Después, junto á su lecho, viendo sus lágrimas, escuchando el gran secreto de su vida, aquella maternidad oculta que la hacía llorar, se había dado cuenta definitivamente de este amor.

Creo que lo inventó la de Delille, pues te advierto que las dos son muy amigas. Es generala como otros pueden ser coroneles. Don Marcos no reparó en esta maldad. Atilio se mostraba esta noche de mal humor, con los nervios excitados, deseoso de morder. Debía haber perdido en el juego.

Todos los té-tangos de los Campos Elíseos vieron á la duquesa de Delille bailando con su nuevo capricho amoroso. Y yo, Miguel, te lo confieso, me enorgullecía con este error. Continué siendo la hermosa Alicia, rejuvenecida por la fidelidad de un adolescente que la acompañaba á todas partes con el entusiasmo del primer amor. Me parecía esto preferible al papel resignado y pasivo de madre.

Dice así el pasaje a que aludo: «Todo cambia, todo se renueva, y hay mil pequeñeces, una expresión, una prenda de vestir, una moda de tocado que denotan al punto la edad de la persona que las usa; y por más que el abate Delille la recomiende, me parece, por ejemplo, de mal gusto la costumbre de aplastar en el plato la cáscara de un huevo pasado por agua, costumbre calificada ya por el vizconde de Marenne, en su libro sobre la Elegancia, publicado hace años, de absurda y ridícula

Alicia se había casado con un duque francés que tenía veinte años mas que ella, y á los pocos meses de matrimonio daba mucho que hablar á las gentes. Doña Mercedes, ofendida, la castigaba viéndola muy de tarde en tarde, con la esperanza de que este desvío hiciese imitar finalmente á la duquesa de Delille las tradiciones maternales.

El recuerdo del duque la hizo sonreir con una bondad melancólica. Te advierto que no lo olvido. Todo lo que me sobra de los envíos á Jorge lo meto en un paquete vía Ginebra. «Para el teniente coronel Delille.» ¡Ay! Este que llega. ¡Pobre viejo!

Su voz lloraba al hacer estas evocaciones. Pero ¿y tu marido? preguntó Miguel. Entonces nos separamos. El podía tolerar en silencio mis amores, podía fingir no verlos... ¡pero un hijo que no era suyo!... Recordó la actitud digna, á su modo, del duque de Delille. Su familia abundaba en maridos engañados: casi era esto una tradición de nobleza, una distinción histórica.

Se había encontrado en el Casino con «la Generala». Ella y Alicia acababan de reconciliarse una vez más, y para afirmar con una confidencia íntima la amistad rehecha, la de Delille le había contado su entrevista con el príncipe.

Luego, la de Delille había vuelto sola por segunda vez, para hacerle varias consultas sobre su porvenir, desprovistas todas ellas de buen sentido, y aceptar finalmente un préstamo de cinco mil francos.

Entonces, ¿es por tu marido por lo que no realizas el viaje? preguntó Miguel, fingiendo hacer su pregunta de buena fe. Alicia se agitó ante tal suposición. ¡Pobre Delille!... Ella sentía otras preocupaciones. Su marido no era el único que había ido á la guerra.