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¡Si cree esa ilusa que voy a perder el tiempo cerca de ella como un enamorado romántico!... «Boca, ; cabina, no...» ¡Que vaya al diablo si no quiere pasar de eso!... De no se burla ya nadie a bordo... Bastante he dado que reír. A la mañana siguiente se encontraron otra vez en la cubierta de los botes, pero su entrevista no fue de mejores resultados. Mina lloró.

Sonreía con expresión maliciosa; levantaba una mano con el índice erguido, como una maestra que lanza su última recomendación. Novios, ... Boca, ... ¡Cabina, nooo!... ¡Cabina, malo! Y tras estos balbuceos en español, que revelaban un miedo cómico a la «cabina», huyó apresuradamente, volviendo por dos veces la cabeza para mirar a Fernando antes de desaparecer.

EL GUARDA. Caballero: ¡hoy es día de aniversario...! EL GUARDA. Hoy hace seis años, justos y cabales, que el príncipe Monsousoff fué muerto en desafío en este mismo sitio. EL GUARDA. ¿Quién es capaz de saberlo...? ¡Se da tan pronto una grave estocada! ¡Pobre príncipe...! ¡Lo vuelvo a ver cayendo bañado en su sangre! ¡Mire! Fué a morir allí, en la cabina, donde usted se ha vestido...

GILBERTO. Acepto; pero por nada, ¿me entiendes? Por nada... La señora Grelou entra en el establecimiento del doctor Sinclar; enseña su tarjeta de abono y permanece algunos minutos en una cabina; esta mujer es todavía deseable, aunque disimula sus cuarenta y cinco primaveras. Las piernas de la señora Grelou son famosas por su contorno.

Aviso a los aficionados. Se levanta y se marcha con la altivez de una reina. Se levanta y va hacia su cabina rumiando los más amargos pensamientos. Tropieza con la señora Grelou, que lo detiene. Está muy conmovida. El dolor la ha envejecido diez años. LA SE

Y como si fuese su dueño, la apremiaba con mandatos, unas veces suplicantes, otras imperativos: «Ven... ven». Hablaba de la hermosura de su «cabina» en el mismo piso de los camarotes de lujo, de su techo alto, de la amplitud de su espacio, con profunda cama y anchuroso diván. Pretendía deslumbrar con estas comodidades del tugurio flotante a la pobre amiga, que iba instalada en las cámaras más profundas y obscuras, cerca de la línea de flotación. «Ven... venPodrían hablarse allí sin temor de ser sorprendidos; cruzar sus besos tranquilamente.

Al otro día por la mañana, en el barrio de los exploradores, los cuatro testigos y los dos adversarios se encuentran; saludos ceremoniosos; mientras los duelistas se van, cada uno a su cabina, para ponerse la obligatoria camisa sin almidonar, el director del combate, el célebre Julio, gran campeón de espada, charla con los testigos; mídese el suelo a grandes zancadas; juéganse los puestos a cara o cruz; los chauffeurs de las dos limosinas que han conducido a los dos grupos han trepado al techo de las cabinas, a fin de asistir al juicio de Dios.

Mi impresión, al descender a tierra, solo, sin conocer a nadie, en medio de aquella atmósfera pestilencial, fue la más desagradable que he sentido en todos mis viajes. A los diez minutos tuve el ímpetu de volverme a bordo, instalarme de nuevo en mi cabina y seguir a los pocos días viaje para Europa.

Mina le escuchaba con ojos de adoración y una pálida sonrisa de miedosa incredulidad. «No... cabina, noPor no seguir el curso de sus peticiones trémulas de deseo, le interrumpía solicitando que le indicase en español la equivalencia de ciertas palabras. Ansiaba hablar la lengua de él. No, querido suspiraba respondiendo a sus súplicas . No, mi novio... Cabina, no... Boca... boca nada más.

Golpes repetidos en la puerta, y la voz gangosa del hermano de Nélida, una voz que balbuceaba más que de costumbre por el temblor de la cólera: «¡Abre... abre!». Empujaba la puerta como si quisiera echarla abajo. Por un resto de prudencia habló a través del ojo de la cerradura: «Abre: tienes un hombre en la "cabina"... Se lo voy a decir a papá».