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Casi en seguida, el criado introdujo a Huberto Martholl. Diana se inclinó hacia su prima, murmurando, con aire de triunfo: ¿No te decía que vendría hoy? María Teresa, un poco turbada, la escuchó apenas. Seguía con la mirada a Martholl que, siempre elegante y correcto, se inclinaba profundamente ante la señora Aubry.

Señor Martholl, si me pone usted adivinanzas no acabaremos nunca. Yo he venido aquí a tres cosas, y no hago misterio. Primero, para hacer honor, nutriéndome substancialmente, a la invitación de mis amigas de Blandieres. Segundo, para conocer el resultado del match y quién ganará el delicioso abanico pintado por mi viejo amigo el gran artista-sportman Pablo Arnault.

María Teresa demostraba, a pesar suyo, alguna frialdad, y Diana fastidiada por este silencio, no se atrevía a iniciar el único motivo de conversación que la interesaba. La campana de jardín anunció una visita; Diana se levantó, curiosa, y volvió precipitadamente hacia su prima. ¡Ah, esto es demasiado! ¡Adivina quién está ahí! ¡Martholl mismo! ¡Ha dejado a Alicia y renunciado a su bicicleta!

Desde allí dominaba la playa quebrada de Saint Jouin, y podía seguir, por entre las rocas, la marcha caprichosa de las jóvenes y de sus flirts. El traje claro de su amiga, y el elegante sombrero gris de Martholl cautivaban principalmente su atención. En cierto momento, pudo ver a María Teresa y a las jóvenes que la precedían, detenidas ante una bajada difícil.

Habitaba en su corazón aquella María Teresa de sus ensueños, y nada podría separarlos jamás, ni la ausencia, ni el espesor de los muros, ni la distancia de los caminos... ¡Pero iba a ver a la otra, la verdadera, a quien tenía que felicitar porque pronto sería la señora de Huberto Martholl!...

No pensó más que en vestirse rápidamente, no sin escoger el más rosado de sus trajes de batista y el sombrero de mañana que mejor le sentaba para ir a reunirse con sus amigas y Huberto Martholl que ya debían estar esperándola en la playa. Era la hora del baño. Siguiendo su costumbre María Teresa pasó directamente a su casilla.

Huberto y yo nos hemos dicho mentiras muy dulces se decía; pero, él que no se ha atrevido a hablar ¡cómo ha sabido encontrar el camino de mi corazón! Luego juzgó que era demasiado severa con Martholl; en suma no podía reprocharle nada decisivo que hubiese contribuido a la modificación de sus sentimientos. Su admiración por la conducta de Juan ¿bastaba, pues, para hacerla injusta?

Experimentaba una decepción en vez de una alegría, como si se desilusionara al verlo bajo aquel aspecto de visitante correcto y dueño de mismo. Después de algunos instantes, consagrados a la señora Aubry, Martholl pasó a saludar a María Teresa; ésta, por un esfuerzo de voluntad, recobró su calma habitual, y el apretón de manos que se dieron, fue perfectamente trivial.

Suponía que de entonces acá se le habría pasado su propósito; pero parece que cuando tiene algo en la cabeza... Fue interrumpido; Alicia venía hacia ellos: Ha sido muy amable usted, Martholl, en no haberse ido. ¿Es María Teresa quien ha sabido retenerlo tan bien? ¡Mis felicitaciones, querida! ¿Sería indiscreta pidiéndole que me cediera su inseparable caballero?

En efecto, mientras escuchaba a Martholl decirle, con su voz de entonaciones rebuscadas, las cosas amables y triviales que acostumbraba, el recuerdo de un semblante de rasgos demacrados, de expresión angustiada y ardiente, hería su espíritu de una manera singular.