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Si esos mismos dijo el barbero te vieran ahora con esa cara de vinagre; y te oyeran esa voz de pollo ronco, estoy para que pagarían doble por no verte ni oírte.

¿Otro préstamo más? dijo el usurero. ¡Estamos frescos! Ni al veinte por ciento. Usted es el sobrinito de Esteven, ¿verdad? pues peor. Sin embargo se atrevió a argüir Quilito, usted tiene un pagaré a mi nombre, que... que mi tío... garantiza. Balbuceaba, temeroso que le oyeran.

En los pueblos donde hay dos religiosos sería lo más conveniente que, en los días de precepto para los indios, el uno dijera la misa temprano, para que los que tienen enfermos que asistir fuesen a oírla, dejando otros entretanto que los cuidasen, y lo mismo aquellos o aquellas que por su desnudez no pueden ir a la iglesia, les prestarían otros y otras su ropa para que oyeran misa; pero es muy raro el pueblo en que se practica esto.

En aquel momento doña Paulita, que, sin salir de la habitación interior, no perdía sílaba de lo que allí se decía, tomó parte en la conversación, variando de sitio para que la oyeran mejor. ¡Oh, Dios mío¡ dijo.

A lo que Sancho respondió: -Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo. Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida entraba.

Hubo un largo silencio; luego, de improviso, la anciana, poniéndose en pie completamente, con los brazos en alto, los cabellos erizados y la boca muy abierta, aulló de un modo terrible: ¡Valor! ¡, matad, matad!; ¡ah!, ¡ah! Y cayó pesadamente al suelo. Aquel espantoso grito despertó a toda la gente; los mismos muertos se hubieran despertado si lo oyeran. Los sitiados dijérase que renacían.

Su madre, que lloraba en silencio, la reconvino en voz baja, casi suplicante. Entonces se alzó la voz grave del señor Molina. Está demás llorar ahora, dijo lacónicamente. Había venido con sus hijas. Como la noche antes oyeran dialogar a su padre sobre la desgracia del inesperado casamiento, más que nunca les hacía Adriana la impresión de una rara.

Anduvo de prisa, impaciente por hablar en seguida con Leocadia, y al llegar a su casa subió apresuradamente la escalera, sin saludar a la encajera del portal, y tiró de la campanilla, que sonó hacia el fondo del pasillo, sin que se oyeran pasos ni rozar de faldas contra las paredes. Volvió a llamar, nervioso por la impaciencia, y nada, ni el menor ruido: no abrieron.

Si me oyeran otras gentes, dirían que era un pedante. no lo dices, ¿verdad?

Es indudable que el fondo mío de pereza, de indolencia, ha dado pábulo a estas historias, no lo niego; lo inaudito para mis panegiristas o para mis detractores sería si oyeran que con frecuencia me lamento de mi manera de ser. ¿De no tener mayor actividad? ¿De no tener más espíritu de empresa? No, de todo lo contrario.