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Era Adriana, en este ambiente, un contraste original. Ella leía novelas modernas que figuraban en el Índice, bromeaba sobre cosas sagradas y siempre discutía para escandalizar; sus actitudes tenían como una lasitud de encanto prohibido.

Y consideró que se perdería definitivamente, en el espíritu de Adriana, si no era capaz de aquella decidida entereza. Ella al entrar le miró con naturalidad, y murmurando un breve: "¿Cómo está, Muñoz?", cruzó el vestíbulo.

Apenas entendía aquellas frases precipitadas y llenas de emoción. Resonaban extrañamente en sus oídos y le aterraba en ellas un sentido oculto, impenetrable. Al mismo tiempo atendía a la expresión y a la actitud de Adriana. Y Lucía y Charito también la contemplaban suspensas. No quedaba en su cara vestigio de la antigua gracia inquietante.

En la noche convenida, cuando cesó de oírse el ruido leve de sus pasos vigilantes, las tres muchachas se juntaron en medio del salón. Temblaban de miedo. Se acercaron cautelosamente a la celdilla grande, cuchicheando. Un hilo amarillento rayaba la juntura del cortinaje; pero la hermana Casilda dormía toda la noche con luz. ¿Por qué no vas a ver? dijo Adriana a una de sus compañeras.

La familia había logrado que nadie conociera tan singulares circunstancias, atribuyéndolas a locura, y sin sospechar en aquellas visiones su identidad con los éxtasis celestes de las bienaventuradas. Adriana tocaba como reliquias algunos objetos que le pertenecieran; así un crucifijo, pendiente de un pesado rosario de oro viejo.

Cuando Adriana apareció, traída por Charito, perdió en seguida la presencia de ánimo y no atinó con una manera de abordar la situación. Adriana, sonriendo con una expresión atónita y dulce, le preguntó si estaba enojado con ella. Se turbó tanto, que para no dejarlo advertir quedó callado, serio.

Los hubiera visto un momento antes de que usted llegara. ¡Con qué pasión dolorosa se besaron, obligados por ! Sacudido por estas últimas palabras, Muñoz se adelantó, sin responder a Laura, y tocó el hombro de Adriana. Pero su gesto autoritario no correspondía al verdadero estado de su espíritu.

Lucía, sin contestar en seguida, le sugirió con naturalidad: Y... quiérame a ... Siguió atormentando a Muñoz el ansia de volverla a ver. Todo lo demás eran ideas y sentimientos que se desvanecían sobre una gran sensación de vacío. Recordó que había empezado la temporada de ópera y que posiblemente estaría Adriana esa noche en el teatro. Se vistió apresuradamente.

Nunca siquiera nos acompaña a misa los domingos. ¡Qué raro! Ella dice, ahora, que para comunicarse con Dios no es necesario ir a persignarse en la iglesia delante de todo el mundo. ¿Y tuvo más festejantes? preguntó Adriana. , varios. Pero los despreció a todos. Cuando murió mamá, es claro, ella era la mayor y tomó el cuidado de la casa. Y oye...

Un día conversaron acerca de Julio, y Adriana escuchó sin perder palabra. Carmen extrañaba de que nunca le hubieran conocido ellas ningún amor. No hay mujeres para Julio, murmuró Laura. Sería raro que no tuviera alguna pasión por ahí, añadió Zoraida.