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Apoyando las cláusulas con enfático gesto, se le ocurrían frases de admirable efecto contundente, frases capaces de tirar de espaldas a todos los individuos de la familia si las oyeran. ¡Qué lástima que no estuviera allí su tía...! Como si la estuviera viendo, le soltó estas atrevidas expresiones: «Y para que lo sepa usted de una vez, yo no cedo ni puedo ceder, porque sigo en esto el impulso de mi conciencia, y contra la conciencia no valen pamplinas, ni ese cúmulo, ese cúmulo, señora, de... preocupaciones rancias que usted me opone.

Aquella noche, después de comer, fueron todos a casa de doña Casta, donde debían reunirse para ir a paseo. Pero a poco de estar allí, entró Ballester diciendo que se había levantado un airote muy fuerte y amenazaba tormenta, por lo que unánimemente se acordó no salir; se encendió luz en la sala, y doña Casta dijo a Olimpia que tocara la pieza para que la oyeran Maximiliano y Ballester.

Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joaquinito Orgaz, aparte, pero de modo que lo oyeran los demás: ¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...? Y lo demás lo dijo en voz baja. Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y salió del Casino, diciendo: Adiós, señores. ¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos. Aquellos señores se declararon en sesión permanente.

Bajaban á ciertas horas del día á los talleres, para dar sus órdenes á los contramaestres, y volvían á encerrarse en su estudio misterioso, sin que los obreros oyeran de sus labios la menor repulsa. Su jefe era Fernando Sanabre, el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía á todos los trabajadores, llamándolos por sus nombres.

Y reía viendo la confusión de Fernando, el cual instintivamente volvía la mirada hacia los cajones de un secretaire inmediato, desconcertado por la certeza con que el doctor lo adivinaba todo. Temió Sanabre que sus subordinados oyeran alguna palabra del doctor: deseaba salir de allí cuanto antes, y se puso de pie invitando á Aresti á seguirle. ¿De veras que no había visto nunca los altos hornos?

Dicen que San Sebastián era antes un pueblo perdido, un pueblo de haraganes y de borrachos. Allí sólo las mujeres trabajaban.... ¡Ahora es otra cosa! Papá consiguió que le oyeran, y hoy todo anda a las mil maravillas. Ha puesto escuelas; una de niños y otra de niñas. La iglesia no es ya la que encontramos, fría, húmeda, pavorosa. Papá la ha puesto como una tacita de plata.

El «maestro Thigi» mandó entonces al del bombo que cubriera los rebuznos, en cualquier momento que se oyeran, con estruendosos golpes. Pero los rebuznos eran más fuertes que el bombo, y echaban a perder los mejores efectos de la pieza... Para acallarlos tuvo que intervenir el comisario, con amenazas y juramentos... El comisario deseaba permanecer neutral.

Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el del clérigo. Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro. En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fue diciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran: ¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral? ¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo que él, don Álvaro, tenía dicho?

¡Ni me los miente, señor, por obra de caridá! me replicó volviendo a compungirse . Paez que los males, como si oyeran, se ponen de pie en cuanto se les menta en boca... De todas suertes, resulta que los negocios de usted andan al revés del tiempo. ¿Por qué lo diz, cristianu? Porque a la vez que él se embravece y se emperra, ellos van mejorando.

Los que más lo respetaban, por bravo, por justo, por astuto, por elocuente, no lo querían decir, o lo decían donde no los oyeran: porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenza con su virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y le van clavando la puñalada en la sombra.