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Fué el juego al parar; y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego, e hizo que se le enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y luego nos la dió tal, que no dejó blanca en la mesa. Heredónos en vida; retiróla el ladrón con las ancas de la mano, que era lástima: perdía una sencilla, y acertaba doce maliciosas.

Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo más que un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que les separaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño. Hoy no le quitaré a Vd. tiempo. ¡Estoy más aburrida!... Voy de tiendas, a escoger un regalo para una amiga que se casa, y no qué comprar. Tiene diez y ocho años: fue compañera mía de colegio.

Un día había entrado en el despacho del negociante más rico de la capital. Señor, que necesita usted novillos para Europa, y vengo á venderle una puntita. El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Podía entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa maliciosa del rústico, sintió curiosidad.

El pozo de antes se ahondaba por aquel lado mucho más, y su suelo, ondulante y caprichoso, se perdía en todas direcciones entre espesas neblinas sobre las cuales alzaban sus cabezas de granito las montañas del brocal.

En casi cuatro meses que hemos abandonado París, no ha escrito ni recibido una carta; el olvido se hace en su corazón lejos de la indigna que le perdía. La ausencia que fortifica las pasiones honradas, mata en muy poco tiempo aquellas que sólo subsisten por el hábito del placer. »Quizá también nuestra buena Germana llegue a participar de ese amor.

Lo mismo que en las óperas dijo Julio siguiendo los últimos sonidos del coro invisible, que se perdía... se perdía, devorado por la distancia y la respiración nocturna. Tchernoff siguió bebiendo, pero con aire distraído, fijos los ojos en la niebla rojiza que flotaba sobre los tejados.

Además, Gallardo, con su malicia de antiguo chicuelo de la calle, sabía hacerse querer de esta juventud brillante, en la que encontraba los parientes a docenas. Jugaba mucho. Era el medio mejor para estar en contacto con su nueva familia, estrechando las relaciones. Jugaba y perdía, con la mala suerte de un hombre afortunado en otras empresas.

En fin, yo, que había conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semitendero, semicurial y semialdea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas que perdía su tiempo en flanear en las calles, y en el cual ya no reinaban generales predestinados, ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berrotarán.

El Dios de Gabriel, al perder la forma corporal que le habían dado las religiones y difundirse en la creación, perdía todos sus atributos. Al agigantarse para llenar el infinito, confundiéndose con él, se hacía tan sutil, tan impalpable para el pensamiento, que casi era un fantasma. El panteísmo, como decía Schopenhauer, equivale a licenciar a Dios por inútil.

En las horas que le dejaban libre los afanes y cuidados de la casa y aun de la administración de la hacienda, de la que suavemente había despojado a su marido por no considerarle capaz, doña Inés solía ocuparse en lecturas que adornaban y levantaban su espíritu. Rara vez perdía su tiempo en leer novelas, condenándolas por insípidas o inmorales y libidinosas.