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Y yo me he conmovido ante el sentimiento generoso de estos dos obreros que, en vez de pensar en el exterminio de sus enemigos, quieren corregirlos, dándoles lo que ellos consideran mejor. Calló Tchernoff breves momentos para sonreir irónicamente ante el espectáculo que se ofrecía á su imaginación. En Berlín, las masas expresan su entusiasmo en forma elevada, como conviene á un pueblo superior.

Y cuando sus amigos le amenazaban con una revolución, el junker feroz se llevaba las manos á los ijares, lanzando las más insolentes de sus carcajadas. ¡Una revolución en Prusia!... Nadie como él conocía á su pueblo. Tchernoff no era patriota. Muchas veces le había oído Argensola hablar contra su país.

Por complacer á su padre había hecho el relato ante el senador, ante Argensola y Tchernoff en su estudio, ante otros amigos de la familia que habían venido á verle... No podía más. Y era el padre el que acometía la narración por su propia cuenta, dándole el relieve y los detalles de un hecho visto con sus propios ojos.

La humanidad debe temblar por su porvenir si otra vez resuenan bajo esta bóveda las botas germánicas siguiendo una marcha de Wágner ó de cualquier Kapellmaister de regimiento. Se alejaron del Arco, siguiendo la avenida Víctor Hugo. Tchernoff marchaba silencioso, como si le hubiese entristecido la imagen de este desfile hipotético.

¡Si ellos volviesen! añadió Tchernoff con un gesto de inquietud . ¡Si pisasen de nuevo estas losas!... La otra vez eran unas pobres gentes, asombradas de su rápida fortuna, que pasaron por aquí como un rústico por un salón. Se contentaron con dinero para el bolsillo y dos provincias que perpetuasen el recuerdo de su victoria... Pero ahora no serán soldados únicamente los que marchen contra París.

Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la humanidad aterrada. Tchernoff describía los cuatro azotes de la tierra lo mismo que si los viese directamente. El jinete del caballo blanco iba vestido con un traje ostentoso y bárbaro. Su rostro oriental se contraía odiosamente, como si husmease las víctimas.

Argensola habló de la oportunidad de destapar una botella de las muchas que guardaba en la cocina. Tchernoff podría volver á su casa por la puerta del estudio que daba á la escalera de servicio.

Pero la tristeza ablanda el ánimo y hace buscar como una sombra refrescante la amistad de los humildes. Tchernoff, por su parte, miró á Desnoyers como si lo conociese toda su vida.

...Y á estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo que los de aquí, creerán de buena fe que van á defender su patria provocada, querrán morir por sus familias y hogares que nadie ha amenazado. ¿Quiénes son esos, Tchernoff? preguntó Argensola. Le miró el ruso fijamente, como si extrañase su pregunta. Ellos dijo lacónicamente. Los dos le entendieron... ¡Ellos! No podían ser otros.

Los franceses defenderían el país, reconquistando además los territorios perdidos; pero eran los cosacos los que iban á dar el golpe de gracia, aquellos cosacos de que hablaban todos y muy pocos habían visto. El único que los conocía de cerca era Tchernoff, y con gran escándalo de Argensola escuchaba sus palabras sin mostrar entusiasmo. Los cosacos eran para él un simple cuerpo del ejército ruso.