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Máximo, los metales que arden en tus hornos son menos duros que yo. Tus máquinas potentes son artificios de caña si las comparas con mi voluntad. Electra me pertenece: basta que yo lo diga. MÁXIMO. Si quiere usted asegurarse del poder de su voluntad, pruébela contra la mía. PANTOJA. No necesito probarla ni contigo ni con nadie, sino hacer lo que debo. MÁXIMO. El deber, esa es mi fuerza.

Y un día, vendrá así la mujer a quien perdí; en su inocencia, me pedirá perdón, y yo le diré: «Levántate, mujer. eres quien debe perdonarme. Heme aquí a tus plantasAsí pensaba yo entonces..., y luego..., muchos años. Y he llevado siempre conmigo la imagen de la mujer, la imagen anterior a su desdicha y a la mía; y no pudiendo hacerla mi amada, hice de ella mi hermana.

Convengo en que el perdón es muy cristiano y muy humanitario el olvido; pero yo no daría nunca una hija mía a un hombre nacido en tales condiciones.

La amaba yo con toda mi alma, y bien sabe Dios que mi corazón era todo suyo; que nunca mis ojos se fueron en pos de otra mujer, y que era yo celoso, en bien de mi amada, hasta, de la menor palabra que pudiera salir de mis labios con olvido de Angelina, y fuera para ella como una infidelidad mía.

Apoyó la cabeza sobre la almohada y continuó en voz baja y con palabras entrecortadas: Y quizá me dirás, madre mía: «Mi rosita, ¿le amas , pues?

Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yo a mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todos los colores. Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín no quería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos de esta para buscar los de su mamá verdadera.

Hermano, cada uno tiene su moral: la tuya es la enseñada por los curas; la mía me la he creado yo mismo, y aunque menos aparatosa, tal vez sea más rígida. Y en nombre de mi moral, yo te digo: Esteban, hermano mío, o tu hija viene, o yo me voy.

¡Oh cruel e inconsiderada mujer -decía-, con qué facilidad te moviste a poner en ejecución tan mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la sepultura!

Y salió del aposento, acompañado por una afectuosa mirada del doctor, sin que Antonia, muy ruborosa y turbada, intentase detenerle. Ya estamos solos, hija mía; puedes, pues, hablar. ¿Qué quieres? dijo el señor de Avrigny tan pronto como hubo salido Amaury. Tío mío respondió Antoñita con voz temblorosa y sin alzar la vista para mirar al doctor.

Martin Aristorenas se encogió pálido y tembleoroso, y el chino Quiroga que había escuchado con mucha atencion el razonamiento, con mucha deferencia ofreció al filósofo un magnífico cigarro y le preguntó con su voz acariciadora: Sigulo, puele contalata aliendo galela con Kilisto, ¿ja? Cuando mia muele, mia contalatista, ¿ja?