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Odiaban de pronto a don Isidro, admirándolo más que antes. Nunca les había parecido tan grandioso. ¡Ah, los ricos! Tenían la plata, tenían las comodidades, y además se llevaban las mejores mozas. A impulsos de la envidia hacían comparaciones, pasando su mirada de la fresca Nélida a las pobres hembras despechugadas, sucias y curtidas por el sol. Una porquería todas ellas. ¡Ah, miseria!...

Yo he conocido algunos que no podían pasar sin su misa y eran unos santos varones que odiaban a los reyes, pero respetaban a los sacerdotes de Dios. ¿ crees, Fermín, que a me asusta la República? Yo soy más republicano que ; yo soy un hombre moderno.

Esto era mentira; las señoritas masculinas sólo deseaban bailar, y en cuanto á las matronas barbudas, odiaban los versos, porque su declamación las obligaba á permanecer silenciosas, estorbando sus comentarios y murmuraciones. Pero como todas pertenecían á familias universitarias dependientes de Momaren, creyeron prudente acoger el embuste de éste con grandes muestras de aprobación.

Pues allí estaba él para ayudarle, demostrando con esto cuán injustos eran los que le odiaban y hablaban mal de su persona.

Soliamos tener discusiones interminables por las cosas más tontas; por ejemplo: cuál de nuestros pueblos era mejor, y llegábamos hasta contar las casas que había en cada uno. Un reloj inglés que teníamos en la cámara nos acompañaba en nuestro encierro, dando las horas con campanadas muy agudas. Gracias a que holandeses y portugueses se odiaban, podíamos dominarlos nosotros.

Comprendían a todos los afligidos en una misma compasión. Su viva caridad se informaba menos de la culpa que de la desgracia, y por eso encantaban con sus consuelos la agonía de los moribundos y la tristeza de los prisioneros; y si el inocente les era querido, no odiaban al culpable. ¿Acaso el crimen no necesita también la piedad?

A veces creía que se odiaban, a veces que se querían; siempre le parecieron un enigma viviente y trágico, una sima de pasiones pavorosas, a cuyo borde andaba la infeliz todo temerosa y estremecida, con un paso incierto de sonámbula, con una mirada pávida y llorosa, llena de lejana tristeza.

Los que no se percataban del vivo por insignificante, piensan en él cuando muerto, pues con morir hace lo más digno de conmemoración de su vida; realiza su esencia, como dicen los filósofos a la moda: los que le envidiaban deponen la envidia; los que le odiaban el odio; los que estaban hartos de verle se alegran interiormente con que ya no le verán, y para desagraviarle de esta alegría, y evitar que venga por la noche, en pena, a tirarles de los pies, hacen de él los mayores encomios; todos sus defectos desaparecen por lo pronto, como si se hundiesen en el sepulcro, y sólo se ven sus perfecciones; en resolución, el muerto se reconcilia muriéndose con casi todo el género humano, por lo mismo que se va y deja siempre algo que heredar: cuando no quintas y palacios, un puesto al sol para pedir limosna.

Por el curso de la conversación se veía que había allá un ambiente de odios terribles; navarros, vascongados, alaveses, aragoneses y castellanos se odiaban a muerte. Todo ese fondo cabileño que duerme en el instinto provincial español estaba despierto. Unos se reprochaban a otros el ser cobardes, granujas y ladrones.

Comió poco y solo, como todos los días de corrida, y cuando comenzó a vestirse desaparecieron las mujeres. ¡Ay, cómo odiaban ellas los trajes luminosos guardados cuidadosamente en fundas de tela, vistosas herramientas con que se había fabricado el bienestar de la familia!... La despedida fue, como otras veces, desconcertante y anonadadora para Gallardo.