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Un instante, amigo mío, dijo el antiguo fabricante de pastas; tengo que decir á usted dos palabras antes de marcharme. ¿Dónde hablaremos sin que se nos moleste? Si el señor quiere entrar en el recibimiento, no habrá riesgo de que nadie entre... ¡No! Jamás viene nadie... Marieta está en la cocina y la doncella arriba, en el cuarto de costura.

Y zumbaba en todo el vagón el cuchicheo hostil; las miradas afluían a ella, pero Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas, que huían trazando un círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte inflamábase al contacto del sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.

Pepet, que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con esto fueron de la hija de la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arcones del estudi. Estaba loco.

Y la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz que despedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres fuertes y valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.

Y por fin, porque las señoritas norteamericanas, perderían aquí un importante mercado... ¡Esta Marieta es asombrosa! ¿Por qué no escribes en la Vida Parisiense? Por no oscurecer á los redactores. ¡De modo que Sorege se casa? continuó Tragomer, que no quería que se extraviase la conversación. Eso se dice por ahí, hace algún tiempo. ¿Y con quién?

Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja. Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino.

Cogió al niño de brazos de su cuñada, y sin mirarlo, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de él, lo pasó a los brazos de la vieja, encargándole su cuidado... Era asunto de media hora: volverían pronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo. Marieta rompió en sollozos y se abalanzó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella. Avant, avant. Se hacía tarde.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces.

Entre el humo y los fogonazos viose a Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó sus ropas. En la masa negra e inerte quedaron al descubierto las blancas medias de seductora redondez, estremeciéndose con el último estertor.

La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel antro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito. ¡Qué manera de vivir!