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Y otra voz silbada y misteriosa, la voz del viento en las ramas secas del plátano, le murmuraba con prolongado susurro: Sube, sube, sube. Subió. Al llegar al segundo peldaño tropezó pisándose el traje por delante, y sólo entonces echó de ver que su bata de merino negro, manchada por la asistencia, arrugada por las vigilias, era muy fea y de corte asaz descuidado.

Arrugada la blanca enagua, se insubordinaba bajo el vestido de paño; un lazo de un zapato se había desatado, flotando y cubriendo el empeine del pie. Lucía miraba en derredor con ojos vagos e inciertos; estaba seria y atónita. ¡El billete, señora! ¡Su billete de usted! seguía gritándole el empleado, con no muy afable tono. El billete... repitió ella.

VIVÍA muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo. Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro.

Lo primero que se les presentó fué Cunegunda y la vieja que estaban tendiendo unas servilletas para que se enxugasen en unas tomizas. Al ver esta escena, se puso amarillo el baron; y el tierno y enamorado Candido contemplando á Cunegunda toda prieta, los ojos lagañosos, enxutos los pechos, la cara arrugada, y los bazos amoratados, se hizo tres pasos atras, y se adelantó luego por buena crianza.

Don Andrés contraía su cara arrugada con una sonrisa de viejo fauno. Aquellos juegos le rejuvenecían. ¡Hum, señora! que va la cosa a todo vapor. Está que arde. Cáselos usted pronto; mire que si no, podemos dar mucho que reír a Alcira. Y todos se engañaban.

La vieja, al perder en su arrugada mano el contacto de la diestra del hijo, se volvió hacia donde creía que estaba el país hostil, agitando los brazos con furor homicida: ¡Ah, bandido!... ¡Bandido!

Se abrió la puerta y apareció en ella una mujer cubierta con una manta negra que la tapaba enteramente y no dejaba ver más que su cara amarilla y arrugada, casi oculta por mechones de pelo blanco. Llevaba una lámpara de hierro en una mano y con la otra trataba de resguardar la llama, que el viento agitaba.

Después pasó el griego, seguido de dos admiradores, sudoroso, con la pechera arrugada y el chaleco subido, dejando ver la camisa entre sus picos y la cintura del pantalón. Levantaba los hombros con desprecio. El mundo estaba trastornado: ya no había lógica. ¡Por eso las cosas de la guerra marchaban tan mal!... Y se alejó hacia el pasaje subterráneo, para volver al Hotel de París.

He aquí a la mañana amanece a mi cabecera la huéspeda de casa, vieja de bien, arrugada y llena de afeite, que parecía higo enharinado, niña si se lo preguntaban, con su cara de muesca, entre chufa y castaña apilada, tartamuda, barbada y bizca y roma; no le faltaba una gota para bruja.

Una vez admitido el estado de virginidad, era natural que se envejeciese en él. ¿Qué es una solterona? Una virgen vieja. Tener cabellos blancos y la cara arrugada no ha sido nunca una mala acción, que yo sepa. En esto estaban mis reflexiones, cuando juzgué a propósito hacer participar de mi admiración a la abuela.