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Los gorriones, los jilgueros, las golondrinas y otras cien especies de pintados y alegres pajarillos salen a la campiña con el alba, a coger semillas, cigarrones y otros bichos con que alimentarse; pero todos anidan en el término de Villalegre, y vuelven a él, después de sus excursiones, para guarecerse en sus cotos y umbrías, para beber en sus cristalinos arroyos y acequias, y para regocijar aquel oasis con sus chirridos, trinos y gorjeos.

El movimiento de los muelles tenía para él cierta música evocadora de su juventud, cuando navegaba como médico de trasatlántico; chirridos de grúas, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.

Los balcones, abiertos por el calor, daban paso franco al estrépito del carruaje que rueda, del vendedor que chilla, del afilador que aguza los dientes con sus chirridos, del piano ambulante e infatigable, que desarrolla la general jaqueca con las vueltas de su manubrio.

El pozo, después de una semana de descensos y penosos acarreos, quedó limpio de todas las piedras y la basura con que la pillería huertana lo había atiborrado durante diez años, y otra vez su agua limpia y fresca volvió á subir en musgoso pozal, con alegres chirridos de la garrucha, que parecía reirse de las gentes del contorno con una estridente carcajada de vieja maliciosa.

En el aire vibran aún los chirridos de los carros, los gritos de las mujeres, los golpes de las mazas. , ; nuestros enemigos descendieron de las alturas y nos vimos rodeados. Y ahora, todo ha muerto; oíd, todo ha muerto; vuestros huesos reposan, pero vuestros hijos llegan, y el día de la venganza volverá. ¡Cantad! ¡Cantad!

Y sacaba de su faja el curvo acero, puro y brillante: una herramienta de fino temple y corte sutilísimo, que, según afirmaba Barret, podía partir en el aire un papel de fumar. Pagaron los carreteros, y arreando sus bestias alejáronse hacia la ciudad, llenando el camino de chirridos de ruedas.

Y la temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver a su cuñado. A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo. Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.

Púsose en marcha el vehículo, balanceándose con agudos chirridos de su eje sobre los baches del camino. A la zaga del carro, cogidos a él, marchaban la vieja y su prole menuda. Detrás, caminaba Alcaparrón, al lado de Salvatierra, que deseaba acompañar hasta la ciudad a aquella gente humilde.

Entre el muelle y el trasatlántico, un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para el transporte del carbón abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la soledad; vapores de diversas banderas, en torno de cuyos flancos agitábase el movimiento de la carga con chirridos de grúas y hormigueo de embarcaciones menores; veleros de carena verde, que parecían muertos, sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de sus arboladuras; rugidos de sirenas anunciaban una partida próxima y otros rugidos avisaban desde el fondo del horizonte la inmediata llegada; banderas belgas que en lo alto de un mástil iban a las desembocaduras del Congo; proas inglesas que venían del Cabo o torcían el rumbo hacia las Antillas y el golfo de Méjico; buques de todas las nacionalidades que marchaban en línea recta hacia el Sur, en busca de las costas del Brasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos descansando en espera de órdenes, de vuelta de la China, el Indostán o Australia; vapores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos.

Cuando las dos mujeres anduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerte el zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba el roce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento de las transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en las cuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver.