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Ya los pardillos han descendido del tejado hasta el patio. Desde la parra caen rápidos sobre las losas del piso y corren a saltitos comiendo las migajas que Azorín ha esparcido por la noche. Cacarea a lo lejos un gallo; suena el grito largo de un vendedor; se oye sobre la acera el rascar de una escoba. Y la campana vuelve a llamar con golpes menuditos. La ciudad ha despertado.

Al través de los balcones cerrados llegaban los ruidos de la estrecha calle popular. Un vendedor pregonaba patatas asadas, llamándolas "chuletas de huerta", con melancólico quejido, como si cantase una desgracia. Ojeda le saludó mentalmente, con cierta emoción, y pensó que tal vez hacía ella lo mismo.

Setenta y dos días de extrañeza dolorosa al vivir en una casa tranquila, al ver las mismas gentes, al sentir deslizarse la existencia habitual, dulce y tranquila, como si en el mundo no ocurriese nada extraordinario, oyendo en el patio el jugueteo de los sobrinos de su marido y en la calle el canto del vendedor de flores, mientras lejos, muy lejos, en ciudades desconocidas, su Juan, ante millares de ojos, luchaba con fieras, viendo pasar la muerte junto a su pecho a cada movimiento del trapo rojo que llevaba en las manos.

Magdalena Forteza, mujer de Gabriel Piña alias cap de olleta, de oficio vendedor de trigo en la cuartera; natural y vecina de esta Ciudad, de edad de setenta y tres años, reconciliada y presa segunda vez por judaizante, relapsa: salió al Auto como la antecedente: leyósele su sentencia con méritos y fue relajada al brazo seglar, con confiscación de bienes por hereje, apóstata, judaizante, relapsa, convicta, impenitente, negativa.

Pero ni el vendedor de cepillos que vivía en la calle de los Zapatos desde hacía diez años, cuando la fábrica ya había sido construida, ni ninguna otra persona a quien Silas tuvo ocasión de dirigirse, pudieron darle el menor dato sobre sus antiguos amigos del Patio de la Linterna, o sobre el señor Paston, el pastor.

Los balcones, abiertos por el calor, daban paso franco al estrépito del carruaje que rueda, del vendedor que chilla, del afilador que aguza los dientes con sus chirridos, del piano ambulante e infatigable, que desarrolla la general jaqueca con las vueltas de su manubrio.

El vendedor permanecía inmóvil en una silla rota, sin prestar gran atención a las moscas que revoloteaban en torno de sus labios; y más para espantarlas que para atraer al público, gritaba de tarde en tarde: «¡A perra chica... a perra chica la piezaLo que más abundaba en los puestos era la ferretería vieja y rojiza por el óxido.

De si tien o no tien dinero en el Banco. ¿Y a qué? Con su pan se lo coman. Con el nuestro, ¡ja, ja!... y encima codillo de jamón. ¡A callar se ha dicho! gritó el cojo, vendedor de La Semana . Aquí se viene a lo que se viene, y a guardar la circuspición. Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!... ¡Ni que fuas Vítor Manuel, el que puso preso al Papa! Callar, digo, y tengan más religión.

Supongo que éste no escapa a la ley común, y aunque proviene simplemente de la venta de un coleccionista célebre, cultivo piadosamente esta leyenda, cuya autenticidad tiene por suprema garantía mi propia autoridad reforzada con la del profano vendedor. La joven se puso a tocar un Lied de Mozart, y después cantó la romanza de Martini «Placer de amor».

Ya tropezaba con un mozo encargado de servicio, ya su capa se llevaba la toquilla de una cursi; aquí se le interponía el brazo del vendedor de Correspondencias que alargaba ejemplares a los parroquianos, y allá le hacían barricada dos individuos gordos que salían o cuatro flacos que entraban.