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Ya Perla había llegado á la orilla del arroyuelo, y allí se quedó contemplando silenciosamente á Ester y al ministro, que permanecían sentados juntos en el tronco musgoso del viejo árbol, esperando que viniese.

Se sentaron de nuevo uno al lado del otro sobre el musgoso tronco del árbol caído, con las manos mutuamente entrelazadas.

El pozo, después de una semana de descensos y penosos acarreos, quedó limpio de todas las piedras y la basura con que la pillería huertana lo había atiborrado durante diez años, y otra vez su agua limpia y fresca volvió á subir en musgoso pozal, con alegres chirridos de la garrucha, que parecía reirse de las gentes del contorno con una estridente carcajada de vieja maliciosa.

Tan presto se cruza un jardín europeo, literalmente cuajado de tesoros de jardinería refinada, donde la rosa y la camelia alternan con mil otras flores educadas con el arte mas minucioso y delicado; como se pasa por en medio de un vasto huerto colombiano, bajo las anchas hojas del plátano, de la caña de azúcar y de las palmas de chontas, hacumas y cocoteros, y rosándose con las cepas de pinas olorosas, las lianas flexibles y aéreas, las parásitas mas bellas, los helechos arborescentes mas elegantes, y muchas plantas de hermosura en extremo caprichosa, que crecen á una temperatura artificial propia y al derredor de anchos estanques de lecho musgoso, donde se agitan los peces de la zona tórrida entre las yerbas acuáticas entretejidas caprichosamente.

Aresti, ante este desgarrón de la corteza terrestre que mostraba al aire sus entrañas, recordaba las formas y colores de las piezas anatómicas reproducidas en sus libros de estudio. Las calizas blanqueaban como huesos; las fajas de mena rojiza tenían el tono sanguinolento de los músculos, y las manchas de tierra vegetal eran del mismo verde musgoso de los intestinos.

Era la misma ciudad que antes; pero no era el mismo ministro el que había regresado de la selva. Podría haber dicho á los amigos que le saludaban: "No soy el hombre por quien me tomáis. Lo he dejado allá en la selva, retirado en un oculto vallecillo, junto á un tronco musgoso de árbol, no lejos de un melancólico arroyuelo.

Allí, en un asiento musgoso y desportillado, me entregaba yo a la lectura de mis autores favoritos; allí leí la «Atala» y el «Renato»; el «Rafael» y la «Graciela»; allí devoré el «Conde de Monte Cristo», y repasé, por mi mal, algunas novelas de Jorge Sand, que acongojaron mi corazón y dejaron en mi alma sedimentos de acíbar. Allí gusté de la poesía de Zorrilla. ¡Zorrilla!