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El señor Fermín temía que al regresar a Jerez se comprometiese en favor de los huelguistas, impulsado por las enseñanzas de su maestro Salvatierra, que le arrastraban al lado de los humildes y los rebeldes. En cuanto a don Fernando, hacía muchos días que había salido de Jerez custodiado por la guardia civil.

El cencerro de los cabestros hacía palpitar con lejana ondulación el silencio de la tarde, dando una nueva nota melancólica al paisaje muerto. Mira, Fermín dijo Salvatierra irónicamente. ¡Andalucía la alegre! ¡Andalucía la fértil!...

Salvatierra admiraba la fe de este joven que se creía poseedor del remedio para todos los males sufridos por la inmensa horda de la miseria. ¡Instruirse! ¡Ser hombres!... Los explotadores eran unos cuantos miles y los esclavos centenares de millones.

Yo no pertenezco a su gloriosa clase; soy ave de corral tranquila y bien cebada, y no me arrepiento de ello cuando veo a mi antiguo camarada Fernando Salvatierra, el amigote de tu padre, vestido de invierno en el verano, y de verano en invierno, comiendo pan y queso, con una celda reservada en todos las cárceles de la Península y molestado a cada paso por la vigilancia... Muy bonito; los periódicos publican el nombre del héroe, tal vez la historia llegue a hablar de él, pero yo prefiero mi mesa en el escritorio, mi sillón, que me hace pensar en los canónigos reunidos en el coro, y la generosidad de don Pablo, que es espléndido como un príncipe con los que saben llevarle el aire.

Fermín, molestado por el tono irónico con que aquel vencido, satisfecho de su servidumbre, hablaba de Salvatierra, iba a contestarle, cuando en lo alto de la explanada sonó la voz imperiosa de Dupont y las fuertes palmadas del capataz llamando a su gente. La campana lanzaba en el espacio el tercer toque. Iba a comenzar la misa.

Aún podía comenzar de nuevo la vida, seguido de los suyos. El mundo es grande. Donde su hijo encontrase la existencia, también podría buscarla él. Y Salvatierra volvió algunas mañanas a visitar a su viejo compañero. De pronto, se ausentó.

El gitano daba suspiros, como un eco del dolor que rugía delante de él, y hablaba al mismo tiempo a Salvatierra de su amada muerta. Era lo mejorsito de la familia, señó... y por eso se ha ido. Los buenos se van pronto.

Aquella había sido la época romántica de su existencia. ¡Luchar por formas de gobierno!... En el mundo había algo más. Y Salvatierra recordaba su desilusión en la corta República del 73, que nada pudo hacer, ni de nada sirvió. Sus compañeros de la Asamblea, que cada semana tumbaban un gobierno y creaban otro para entretenerse, habían querido hacerle ministro. ¿Ministro él? ¿Y para qué?

Además, les intimidaba con un respeto casi religioso aquella sonrisa que, según pensaba Zarandilla, «parecía venir de otro mundo», y la firmeza de sus negativas, que no daba lugar a nuevas insistencias. Cuando Salvatierra vio sus ropas casi secas, abandonó el capote y se las puso. Después se dirigió a la puerta, y a pesar de que seguía lloviendo quiso ir a la gañanía, en busca de su compañero.

Su protector había muerto, Salvatierra andaba por el mundo y su compadre Paco el de Algar le abandonaba para siempre, muriendo de un enfriamiento allá en un cortijo del riñón de la sierra. También el compadre había mejorado de suerte, aunque sin llegar a la buena fortuna del señor Fermín.