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Fué una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la ría, que era entonces tan peligrosa como el mar, con sus aguaduchos ó avenidas que la convertían en torrente y sus revueltas y bajos que hacían zozobrar las embarcaciones. Los buques se quedaban en el abra y las gabarras subían hasta la villa los cargamentos de bacalao y de maderas, necesitando, para esta conducción, de hombres expertos.

Tampoco era pequeña la emoción cuando salía enroscada una de esas anguilas grandes, que luchaban valientemente por la vida, o uno de esos sapos de mar, inflados, negros, verdaderamente repugnantes. Cuando no nos vigilaba nadie nos descolgábamos por las amarras y correteábamos por las gabarras y lanchones, y saltábamos de una barca a otra.

Nosotras somos así decía con altivez. Cada uno es como se ha educado. Bastante se sufre viviendo con gentes que son de otra clase. La madre y la hermana iban más lejos. Nosotras somos las de Lizamendi le decían con arrogancia. ¿Y quién eres ? Un chico de Olaveaga, criado en las gabarras de la ría.

Por el centro de la ría pasaban pequeños remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de cabotaje de las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á las revueltas; vapores que rompían las aguas con imperceptible movimiento hasta pegarse al descargadero.

Me hubiera gustado ser hijo de pescador, para corretear por las escolleras y jugar en los lanchones y gabarras. Mi tía Úrsula, además de su biblioteca, formada por folletines ilustrados franceses, y de sus libros de aventuras marítimas, tenía otro fondo de donde ir sacando los relatos emocionantes que a tanto me cautivaban.

Los comisionados italianos, con sus banderas y sus vítores, estaban ya en tierra, y lo mismo que ellos, los demás habitantes de Montevideo venidos al trasatlántico para saludar a los amigos. No quedaba en torno del Goethe ningún vaporcillo de pasajeros. Ahora eran fuertes gabarras las que flotaban junto a la nave. Movíanse ruidosamente las maquinillas de descarga.

Alrededor del Goethe habíase establecido un pueblo flotante y movible que se deslizaba por sus flancos con acompañamiento de choques de proas, enredos de palas y continuos llamamientos a las filas de cabezas curiosas que orlaban los diversos pisos del trasatlántico. Eran lanchas de remo, barcas de vela, pequeños vaporcitos, robustas gabarras con montones de carbón.

Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras!

Su padre apenas lo entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad, aquel pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus ahorros, vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido imitando á las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.

Los vapores en reparación se alineaban á lo largo de los malecones, bajo un continuo martilleo que hacía resonar sus planchas. Las gabarras rematadas por colinas de hulla iban lentamente á situarse en los flancos de los buques.