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Un choque sordo conmovía al mismo tiempo el suelo de tierra apisonada. Era Alcaparrón, que, caído de bruces, golpeaba con su cabeza el piso. ¡Aaay! ¡Que se ha ido Mari-Crú! rugía como una bestia herida. ¡La mejó de la casa! ¡La más honrá de la familia!...

Las dos Moñotieso, ebrias y furiosas al ver que los hombres sólo atendían a las payas, hablaban de desnudar a Alcaparrón, para mantearle; y el muchacho, que había dormido vestido toda su vida, escapaba, temblando por su gitana pudibundez. La Marquesita se arrimaba cada vez más a Rafael.

Rafael agarró al mozuelo por un hombro, haciéndolo balancearse, y lo presentó a Salvatierra con una gravedad cómica. Este es Alcaparrón, del que usté habrá oído hablar seguramente. El gitano más ladrón de too Jerez. Si hubiese justicia, hace tiempo que le habrían dao garrote en la plaza de la Cárcel.

Largo, granuja; esos señores no quieren con los gitanos. Alcaparrón se alejó con aire humilde, pero dispuesto a volver apenas desapareciese el señor Rafael, el cual entrose en la cuadra para ver si los caballos del amo estaban bien cuidados. Cuando pasada una hora volvió el aperador al lugar de la fiesta, vio sobre la mesa muchas botellas vacías.

Y le mostró a una gitana vieja, la tía Alcaparrona, que acababa de retirar del fuego un potaje de garbanzos husmeado vorazmente por tres chicuelos, hermanos de Alcaparrón y una moza delgaducha, pálida y de grandes ojos, que era su prima Mari-Cruz. ¿Conque su mercé es ese don Fernando tan nombrao? dijo la vieja. Pues que Dios le mucha fortuna y mucha vida pa que sea el pare de los probes.

El aperador, viendo triste al gitano, ofrecíale su protección. Su fortuna estaba hecha. Allí estaba don Fernando, que con sus influencias de personaje, le tenía reservado un empleo. Alcaparrón abría los ojos, recelando la burla.

Y Salvatierra no se daba cuenta de cómo había salido del ventorro remolcado por la mano febril de Alcaparrón y cómo había llegado a Matanzuela con una rapidez de ensueño, corriendo tras el gitano, que tiraba de él, al mismo tiempo que le llamaba su Dios, convencido de que haría el milagro.

Apenas echó pie a tierra, vio a Alcaparrón que vagaba por los alrededores del cortijo, con gestos de loco, como si la exuberancia de su dolor no cupiera bajo los techos. Se muere, señó Rafaé. Lleva ya ocho días de paecer.

Y Alcaparrón reía como un mono, frotándose las manos al hablar del saqueo, halagado en sus atávicos instintos de raza. Un antiguo gañán de Matanzuela le recordó a su prima Mari-Cruz. Si eres hombre, Alcaparrón, esta noche podrás vengarte. Toma esta hoz y se la metes en el vientre al granuja de don Luis. El gitano rehusó la mortífera herramienta, huyendo del grupo para ocultar sus lágrimas.

La poesía triste de la noche, con su silencio rasgado a trechos por alaridos de dolor, inundaba su alma. Si; Alcaparrón sentiría cerca de él a su amada muerta. Algo de ella subiría hasta su rostro como un perfume, cuando arañase la tierra con el azadón y el surco nuevo enviase a su olfato la frescura del suelo removido.