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Llevaba él la palabra acompañándola con graves y persuasivos ademanes. Aunque no oían lo que decía, supusieron con fundamento que disertaba sobre algún interesante problema antropológico. Retiráronse al fin en silencio. Todos iban serios. El semblante de Mario, sobre todo, reflejaba tristeza profunda, una emoción que en vano trataba de ocultar.

Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente repuso la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando en un bosque de laureles y mirtos. ¡Eso es! se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por esta profunda observación.

La mirada profunda de sus grandes ojos pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y simpatía. Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo.

Siendo un hombre excepcional no puede sacrificar deberes altísimos a otros más pequeños, teniendo en cuenta que en sus relaciones amorosas nada hubo que pueda perjudicar en lo más mínimo la honra de su señora cuñada. Mario se sintió herido y confuso. Pensó, y acaso no le faltaba razón, que lo del empleadillo de mala muerte iba con él.

La cruel Presentación no hizo caso alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro.

Y otras frases por el estilo que indicaban que la fiel esposa volvía por la dignidad de su marido con más cuidado que él mismo. En cambio, ella se humillaba la pobrecilla y siguió padeciendo los desdenes de su madre y de su hermana sin quejarse. Mario no pudo resistir la tentación de pasar aquella mañana por delante de la casa. Los balcones estaban cerrados y no vio a nadie.

Se enfurecía cuando le veía acercarse a la mesa, le daba toda clase de desaires, le demostraba de mil maneras que estaba ejecutando una acción infame. Nada, Timoteo no cejaba. «Buenas noches, D.ª Carolina. Buenas noches, D. Pantaleón. Buenas noches, PresentacioncitaLa irritada señora llegó a pretender que Mario le hablase para hacerle desistir de su locura, y si fuera necesario le amenazase.

Llegó a tal extremo, que Mario ¡pobre muchacho! consintió en rezar con Carlota algunos padres nuestros para obtener un resultado favorable.

Así lo he hecho yo y así espero que lo haga él. Es joven y tiene el mundo por delante; que trabaje y se haga hombre...» Hijo mío, yo cumplo el encargo. Espero que no te ofenderás por ello. Mario quedó tan aturdido que no habló una sola palabra. Las de su suegra le sonaban en el cerebro como martillazos.

Su rostro y todo su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.