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De los cinco vascos, cuatro éramos relativamente buenas personas; pero el teniente Ugarte, no. Este era endemoniado, malo, atrabiliario. El capitán Zaldumbide le conocía, y como mandaba en dueño absoluto y allí no se guardaban más jerarquías que la suya, nos dijo varias veces en vascuence delante del piloto: Este es un perro.

Los vascos, por disposición del capitán, comíamos solos. Zaldumbide nos regalaba fiambres y postres para tenernos contentos. Todos los días tomábamos un café muy fuerte, que hacía Arraitz, un compañero nuestro, y una copa de ron. La vida material era buena; comíamos bien, teníamos tabaco; los días de mal tiempo nos encerrábamos en la cámara a hablar y a jugar.

Hay además otra obra, titulada Euscaldun aciñaco ta ara ledabicico etorquien, etc., San Sebastián, 1826, que contiene una colección de cantos vascos populares, cuya mayor parte se canta en los bailes. Cuando el sonido del tamboril sirve para acompañar bellas frases, su belleza y significación arrastran á los bailarines que las oyen.

La tal corriente añadió Ferragut fué una de las causas que precipitaron la decadencia de las marinas mediterráneas en el siglo XVI. Había que ir á las Indias recién descubiertas, y el marino catalán ó el genovés permanecían aquí en el estrecho semanas y semanas luchando con la atmósfera y el agua contrarias, mientras los gallegos, los vascos, los franceses é ingleses, que habían salido al mismo tiempo de sus puertos, estaban ya cerca de América... Por fortuna, la navegación á vapor nos ha igualado á todos.

No falta quien diga que los primeros hombres que afrontaron tamaña aventura necesitábase estuvieran muy excitados y que fuesen excéntricos y cabezas destornilladas. Preténdese, además, que los primitivos pescadores de esos monstruos no fueron los discretos hombres del Norte, sino nuestros vascos, héroes del desvarío.

El piloto nos hizo beber a los cuatro vascos y al timonel un poco de líquido. Frans Nissen, indiferente a todo, con una brújula pequeña de mano, seguía en la rueda del timón. A eso de la media noche sonaron dos golpes fortísimos en la puerta. ¿Quién va? dijo el piloto. Yo contestó Silva el portugués. ¿Qué queréis? Han matado al capitán. ¡Rendíos! No se os hará nada.

Al anochecer, los vascos salimos a respirar sobre cubierta aquel aire tórrido. El mar se extendía incendiado, como un metal incandescente. Lo contemplábamos con una enorme desesperación cuando vino Arraitz, uno de los nuestros, corriendo a decirnos que el chino Bernardo había abierto la escotilla de la bodega a los coolies, y que salían todos sublevados.

Nosotros mismos, los vascos, estábamos furiosos. Sabíamos cómo las gastaban los ingleses. Cuando cogían algún negrero, solían ahorcar al capitán y vendían los negros por su cuenta; si el barco era sospechoso de piratería, se quedaban con la presa. Así trabajaban por la humanidad y por el bolsillo. A nosotros podían acusarnos de negreros y de piratas.

Me habló también, con orgullo, de los marinos y capitanes vascos: de Elcano, dando la vuelta al mundo; de Oquendo, victorioso en más de cien combates, y que, vencido en la vejez por el almirante Tremp, muere de tristeza; de Blas de Lezo, tuerto y con una sola pierna, batiéndose constantemente y venciendo, con unos pocos barcos, la escuadra poderosa del almirante inglés Vernon en Cartagena de las Indias; del sabio y heroico Churruca, de Echaide, de Recalde, de Gaztañeta.

Si adoptamos la opinión de Guillermo de Humboldt, que ha probado con evidencia que los modernos vascos poblaron antes toda la Península, y que con el nombre de iberos fueron los primeros habitantes de España, debemos empezar refiriendo una costumbre natural á esta raza, que parece remontarse á tiempos muy lejanos.