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Oiga usted, señor, lo que me ocurrió hace cinco años me refería en una ocasión el viejo Bartoli, mientras comíamos; el caso me sucedió en esta misma mesa donde estamos, una tarde de invierno, como ahora.

Allì fueron los monos celebrados Por cabritos, y mas enternecidos, Tigres, osos, leones, desusados Manjares, de la hambre convencidos. Comiamos: empero tal me via, Que con la hambre pura no dormía.

Antes de amanecer, otra vez al carruaje, otra vez a los caminos desiertos, temerosas de los ladrones. Solíamos pasar por algunos pueblos. El coche se detenía, bajábamos para ir a la fonda, comíamos, y vuelta a caminar. Un día mi mamá se quejó diciendo que le dolía la cabeza. Tenía fiebre, y fué preciso quedarnos en un pueblo, en un mesón.

Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña ... No ... entonces salíamos los domingos á paseo, y me llevaba á Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala. ¿Y ahora no sale usted nunca de aquí? Nunca dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

Muchos domingos el tiempo nos fastidiaba; comenzaba a llover de una manera desastrosa, y mi madre no me dejaba salir. Le acompañaba a Aguirreche, comíamos en casa de mi abuela y pasábamos la tarde allí. ¡Qué aburrimiento! Se formaba una tertulia de señoras respetables, entre las que había dos o tres viudas de capitanes y pilotos, y al anochecer se tomaba chocolate.

Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofadrías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador. Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fuí enemigo de la naturaleza humana, sino entonces; y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo.

»Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna.

En otras ocasiones, usted debe recordarlo si ha hecho la guerra de Alemania, después de una o dos victorias se había acabado todo; la gente nos recibía bien; bebíamos vino blanco, comíamos chucruta y jamón en compañía de los pacíficos ciudadanos, bailábamos con sus gordas mujeres. Los maridos, los abuelos, se reían de buena gana, y cuando se marchaba el regimiento todo el mundo lloraba conmovido.

Un día, sin embargo, nos resolvimos con don Benito a hacer el último esfuerzo. Comíamos juntos en su casa: mi tío se había sentado a la mesa de punta en blanco, como un pollo de veinticuatro años. Concluida la mesa, haría su visita a lo de Montifiori. Diablo, que está usted elegante, para viudo tan fresco le dijo don Benito. ¡Eh! contestó mi tío... voy a la ópera esta noche...

Me hizo reír aquella desenvoltura, y le respondí: , se la puedo dar a usted. Hoy mismo escribiré a Madrid pidiéndola. La casa del famoso inventor, la Fonda Continental, se había llenado por completo. En la mesa redonda comíamos ya doce, y además había que contar las monjas, que comían en su cuarto.