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Como he dicho, fuera de la camarilla vasca, el resto de la tripulación lo formaban ingleses, holandeses, portugueses, un español, dos o tres chinos, un malayo y un negro. Nosotros hacíamos la guardia de popa. No pasábamos casi nunca de la escotilla grande hacia la proa, mas que cuando había alguna sublevación. Desde la ballenera hasta el bauprés, mandaban realmente el contramaestre y el cocinero.

Con esta tropa salíamos de Amsterdam en mayo, pasábamos en junio a la altura de las Canarias y cruzábamos por delante de las islas de Cabo Verde. Aquí nos deteníamos para la aguada y nos acercábamos a las costas de Africa. Solíamos ver en el viaje barcos que iban a la India, fragatas y bergantines; pero en aquella época la cordialidad marítima no era muy grande.

Parecian innumerables rebaños de carneros empeñados en trepar sobre colinas y montañas formidables. Las sombras de la noche caían cuando pasábamos por en frente de Tánger y Tarifa, tan cerca de la segunda que casi tocamos con la roca ó islote del mismo nombre, ligada por un estrechísimo istmo al puerto. Hoy Tarifa no es mas que un escombro, una memoria.

Y efectivamente, en la aguardillada redacción pasábamos la mayor parte, casi todas las horas de nuestra existencia.

Pasábamos al lado de una obra de esas que hermosean continuamente este país y clamaba: ¡Qué basura! en este país no hay policía. En París las casas que se destruyen no producen polvo. Metió el pie torpemente en un charco. ¡No hay limpieza en España! exclamaba. En el extranjero no hay lodo. Se hablaba de un robo. ¡Ah, país de ladrones! vociferaba indignado.

»Pasábamos las veladas en un pabellón elegante situado junto a la orilla del mar, el que hacía para nosotros las veces de biblioteca y de salón de música... Poníame al clavicordio y Carlos me acompañaba.

Me dispuse a cumplimentar las tareas del cuadro sinóptico, con la esperanza de que aquello no duraría mucho tiempo. No dije nada a Villa ni a Matildita, ni a Isabel siquiera. Se hubieran reído de grandemente. En estas ocasiones veía rara vez a mi novia, y cuando llegaba este caso, en los corredores, pasábamos el uno al lado del otro sin aparentar conocernos.

Y ahora que me acuerdo, ¿qué le decía usté esta mañana á aquel otro señor de patillas, cuando nosotras pasábamos, que nos miraban tanto? ¿Luego me vió usted? Yo veo todo lo quiero. ¡Ah, pícara!; me servirá de gobierno.

Así pasábamos días enteros contemplando el mar, viendo adelgazarse o engrosar la línea de tierra en la lejanía, midiendo la sombra que giraba alrededor del mástil como en torno de la larga aguja de un cuadrante, lánguidos por la pesadez del día y el silencio, deslumbrados por la luz del sol, privados de conciencia y, por decir así, invadidos de olvido por aquel prolongado columpio sobre las aguas encalmadas.

El Rayo corría hacia el Norte. Según las indicaciones que iban haciendo los marineros, junto a quienes estaba yo, pasábamos frente al banco de Marrajotes, de Hazte Afuera, de Juan Bola, frente al Torregorda, y, por último, frente al castillo de Cádiz. En vano se ejecutaron todas las maniobras necesarias para poner la proa hacia el interior de la bahía.