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Y pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos montes y en otros de más allá; en todos los que dormían eternamente en las entrañas de la tierra vasca, por un pleito de familia, por una simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija obediencia desde el otro lado del Ebro.

Más adelante, caras barbudas con el sello francés más puro; otras medio ocultas bajo la boina vasca, y otras indígenas, pero todas veladas por el polvillo amarillento de la calamina, pasaban rápidas por delante de las ventanillas del coche, que al cabo penetró en la primera calle de la población. Aquí, como en la carretera, mil objetos que llamaban mi atención por lo inesperados.

Esto no lo digo delante de un forastero, no, jamás. Esta raza vasca es bonita, fina de tipo, pero en general no es fuerte. Tiene más resistencia la gente del centro: aragoneses, riojanos y castellanos. Esta es una raza vieja que se ha refinado en el tipo, aunque no en las ideas, y que no tiene mucha fuerza orgácica.

Tenían las formas más pronunciadas que las hembras vizcaínas, con algo de voluptuoso y mórbido que hacía recordar el título de «Andalucía vasca», que muchos daban á Guipúzcoa; pero en su mirada había una expresión varonil y enérgica que hacía pensar en las fanáticas heroínas de la Vendée.

Una mujer de media edad, gruesa, de fisonomía simpática, vestida de negro y ataviada la cabeza con el característico pañuelo de seda, escribía en un libro viejo de comercio sobre el mostrador. ¿Don Ricardo Vázquez? La mujer alzó la frente y clavó en Elena una larga mirada escrutadora. Aquí vive, si señora respondió con esa gravedad peculiar de la raza vasca. Desearía verle.

Los grupos de campesinos bebían el último trago con los del pueblo, antes de emprender la marcha, deseosos de relatar los incidentes de la famosa lucha durante la velada en la casería. En la plaza sonaban el pito y el tamboril con cadencias de baile. Se había reunido toda la gente joven para celebrar la victoria con un aurresku, la gran danza vasca que tenía algo de rito primitivo.

Este Hamlet indiano me recordó esa canción vasca de un epicurismo algo grotesco, que dice así: Munduan ez da guizonic Nic aña malura dubenic Enamoratzia lotzatzenau Ardo eratia moscortzenau Pipa fumatzia choratzenau ¡Ay zer consolatucotenau! Llegamos este Hamlet indiano y yo a Bayona, y yo tuve la suerte de encontrar un patache de cabotaje que iba a Lúzaro: el Rafaelito. Salía al amanecer.

Después sobresalían sobre ellas, á una enorme distancia, en pleno riñón de Vizcaya, los gigantes del país, el Mañaría y el Gorbea, y entre los dos, como una giba inaccesible, cubierta de nieve, la Peña de Amboto, misteriosa y legendaria, en la que se desarrollaban los cuentos más tenebrosos de la imaginación vasca.

El paisaje, rudo y tranquilo, tiene una majestad religiosa: á un lado, el terreno deriva en ondulaciones suaves hacia Bayona; al otro aparecen los Pirineos, con sus lomas nevadas, y la vecindad de Roncesvalles habla al «turista» de heroísmos centenarios. El mismo Rostand dirigió y compuso la arquitectura, á trozos vasca y á trozos bizantina, de su hotel.

El recuerdo de la patria, y sobre todo de Lúzaro, de este rincón de la costa vasca donde he nacido y donde vivo, ha estado siempre presente en mi espíritu. No lo considero como un mérito; no tengo esa tendencia exclusivista de las gende mi pueblo. La tierra para el labrador, el mar para el marino. Discutir si esto es mejor que aquello, me parece una tontería.