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¡Que no le diesen a él corridas en Sevilla! En otras poblaciones vivía como un soltero, olvidado momentáneamente de la familia, en una habitación de hotel completamente extraña, que «no le decía» nada, pues nada tenía suyo.

Delante del hotel se desarrollaba un inmenso patio, abierto por tres lados apénas, cercado por bajos setos de arbustos y perfectamente sombreado por unos treinta ó mas árboles corpulentos.

El prudente Ahmed comprendió que no estaba su amigo para razonamientos, y que tratar de disuadirlo sería en vano. ¿A qué predicar a un sordo que se aferraba a su idea, como al poder temporal los pontífices romanos? Vistiose, pues, Ahmed, y, acompañado del primer intérprete, Osmán-Bey, que acababa de regresar del Círculo Imperial, hízose conducir al hotel del señorito L'Ambert.

La dama, sin decir una palabra, entró en el jardín, que era exiguo pero lindo y bien cuidado. Subió la escalera de mármol, debajo de una gran marquesina que ocupaba más de la mitad de la fachada del hôtel. No era éste muy grande, pero fabricado con lujo y arte, de piedra blanca de Novelda y ladrillo fino. Osorio lo había hecho construir hacía solamente cuatro o cinco años.

Precisamente, el banquero más rico de la ciudad, Sam Poetor, era pariente de mi compañero de camino, y en cuanto supo nuestra llegada, nos envió á buscar en su coche, hizo recoger nuestros equipajes en el hotel y de grado ó por fuerza nos instaló en su casa. Era el tal un solterón de cincuenta años, y rico como lo son los de aquel país, vivía como un príncipe sin privarse de ningún placer.

El silbido de la locomotora del expreso septentrional de las cuatro, atrajo a la estación a muy poca de su habitual y desocupada concurrencia. Sólo un pasajero bajó y se dirigió en el solitario trineo hacia el Hotel de Génova.

Después pasó el griego, seguido de dos admiradores, sudoroso, con la pechera arrugada y el chaleco subido, dejando ver la camisa entre sus picos y la cintura del pantalón. Levantaba los hombros con desprecio. El mundo estaba trastornado: ya no había lógica. ¡Por eso las cosas de la guerra marchaban tan mal!... Y se alejó hacia el pasaje subterráneo, para volver al Hotel de París.

Don Juan Príncipe se dirigía a través de los arrabales del pueblo hacia el hotel, mientras el tren de la tarde lanzaba en un silbido su habitual e indignada protesta al tener que pararse en Génova.

Estaba junto á su mamá y llegaban hasta ella algunas de sus palabras como un lejano susurro. Pepita comprendió que su madre hablaba de una carta que debía interesarla mucho, á juzgar por las veces que la nombró. La joven púsose á temblar pensando en las que tenía ocultas, como una prueba de delito, allá en su hotel de Las Arenas.

puedes venir cuando se te antoje que para eso eres el ama. Adieu, ma petitte poupée de biscuit. Muchos besos, muchos, muchos... El matrimonio Reynoso se hallaba instalado desde el 1.º de enero en su magnífico hotel de la Castellana. Corrían los últimos días de febrero.