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Un ágil bailarín que era el conductor del aurresku lo iniciaba con el paso solemne de la invitación. Echaba la boina en tierra, y después de pedir la venia al alcalde que presidía el acto, se dirigía con una serie de minuciosos trenzados y saltos de extraordinaria agilidad, á invitar en el corro á la mujer que deseaba elegir como reina del baile.

Y recordaba cierto aurresku bailado por don Carlos en Durango, en un convento de monjas, sin pecado para nadie, por ser la danza vascongada la más honesta del mundo.

Los grupos de campesinos bebían el último trago con los del pueblo, antes de emprender la marcha, deseosos de relatar los incidentes de la famosa lucha durante la velada en la casería. En la plaza sonaban el pito y el tamboril con cadencias de baile. Se había reunido toda la gente joven para celebrar la victoria con un aurresku, la gran danza vasca que tenía algo de rito primitivo.

El público elogiaba la soltura del bailador de Azpeitia. Un viejo casero hablaba á sus amigos en vascuence á espaldas del doctor. Aquel aurresku no le llamaba la atención; él los había visto danzados por reyes en los buenos tiempos de la guerra.

No había ejemplo de que ninguna hembra vasca, por alta que fuese su posición social, se negase á este honor. Aresti había visto á señoras de la rancia nobleza admitiendo el aurresku con campesinos y marineros. Era una danza ceremoniosa y parca en los contactos; el hombre y la mujer apenas si en las diversas figuras se tocaban las puntas de los dedos.