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Sonriendo, el ilustre autor repuso: ¡Pero si yo no soy actor!... Soy Edmundo Rostand... ¡Ah! En tal caso replicó su interlocutor, imperturbable, mejoro mi oferta. ¿Le convienen á usted cuatrocientos francos?... La proposición, efectivamente, era tentadora, pero Rostand la rechazó; los tiempos varían: el gran Molière, en su lugar, seguramente la hubiese aceptado.

Transcurren varios meses, durante los cuales la curiosidad pública, lejos de descaecer con la espera, se exacerba é irrita. De pronto, Coquelin aparece desesperado: Rostand se halla gravemente enfermo de neurastenia; los médicos le han prohibido trabajar.

Citaré, á propósito de «Les Romanesques», una anécdota muy curiosa: Una noche, Edmundo Rostand, que, según decía Coquelin, posee facultades extraordinarias de actor, interpretó en Marsella y en honor de sus conterráneos, el papel de «Percinet». Al terminar la representación, un empresario inglés ofreció al poeta doscientos francos diarios por trabajar en Londres.

Hízolo así Rostand, y su obra ya estaba definitivamente corregida y sacada de papeles, cuando M. de Curel entregó el original de «L'Amour brode». El autor novel quedó postergado; era natural. Pasaron otros tres ó cuatro meses, y Rostand, ¡al fin!... pudo leer su comedia. La impresión fué excelente: el papel de «Sylvette» lo interpretaría Mlle.

En estos días, y mientras cuatro compañías francesas se disponen á salir de París para llevar á las principales ciudades de Europa y de América el gran grito lírico de «Chantecler», Edmundo Rostand ha vuelto modestamente á su retiro de Cambo. Rostand es un ordenado que, como Balzac, escribe de prisa y siempre de noche.

Coquelin se entusiasma, grita, llora; su corazón, su gran corazón, donde cupo «Cyrano», estalla de júbilo. Rostand le escucha conmovido: ¿es posible que aquella comedia sea su obra mejor? Al principio duda; luego, poco á poco, dignamente, se deja persuadir y ofrece al actor emprender sin pérdida de tiempo la corrección de «Chantecler».

Reichenberg era la única que le animaba; ni un instante, en el tráfago enervante de los ensayos, decayó su fe; la exquisita actriz, confiada y alegre, sostuvo la voluntad, ya vacilante, de Rostand, y le infundió ánimos para llegar al estreno.

Idolatró, luego, en Rubén. También cree en Villaespesa, Rostand y D'Annunzio. Es padre de dos novelas y dos zarzuelas. Laureáronle en copia de certámenes poéticos. Del suelo de la patria que vuestra, sangre encierra hoy brota un himno santo en vuestro augusto honor. ¡Gloria al que abrió los surcos para labrar su tierra! ¡Gloria al que abrió las almas para enseñar su amor!

Reunido el Comité encargado de la admisión y revisión de obras, el diálogo de Rostand, á pesar de los esfuerzos de Féraudy, que lo leyó magistralmente, fué rechazado por unanimidad. Aquel mismo día había muerto Banville, y el recuerdo de sus «Pierrots» emborronaba sin duda, el mérito de los de Rostand.

Claretie estaba desesperado. «Nunca me consolaré escribía luego al futuro autor de «Cyrano» de ver desvanecerse esa pompa irisada de jabón...» Para recobrarse del descalabro sufrido, Julio Claretie pidió á Rostand «otro acto», asegurándole que, por lo menos, sería leído.