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Eduardito y Olóriz daban pormenores a otros huéspedes recientes, que, enterados ya por los periódicos, me miraban con una curiosidad y respeto que contribuían a inflarme. Antes de concluir, Matildita vino a decirme al oído: Don Seferino, hay ahí una mujer que pregunta por usté con mucha prisa.

Los huéspedes se levantaron, y todos se pusieron en movimiento para socorrerme. Matildita se hizo merecedora de mi gratitud eterna por la actividad prodigiosa que desplegó en atenderme, a pesar de hallarse la pobrecita muy asustada. Antes que el médico forense y los otros que, por diferentes conductos, habían sido llamados, vino el juez a tomarme declaración.

El pobre chico, aburrío, sentó plaza... Y le está muy bien el uniforme, no crea uté, con su chaquetilla azul y su sable arrastrando... Vamos, eso prueba que si quisiera otra vez volver sumiso a sus pies... Matildita frunció la frente con severidad, y con su manecita hizo un ademán dignísimo. El patio de las de Anguita. ¿Qué se le ofrecía a usted, caballero?

Finalmente, por consejo de Matildita, y no viendo en realidad otro medio de salir de aquella situación, me decidí a avistarme con el capellán de las monjas y, contándole el caso, procurarme su protección.

Por la mañana, la microscópica Matildita vino a preguntarme cómo había dormido. Muy mal le respondí. ¿Y eso? No ... me parece que la cama es algo dura. Pues, hijo mío, si tiene uté tres colchones. Esta noche le pondré a uté otro. No; mejor será que me quite usted los tres y ponga uno blando. Más de una docena de veces entró y salió aquella mañana en mi cuarto.

No di cuenta a Matildita de aquella entrevista, y eso que me aguardaba con gran afán para saber su resultado. Le dije que me había sido imposible ver al cura. Sin embargo, la turbación, que no pude arrojar de en todo el día, debió de hacerle concebir algunas sospechas. Presumo que las comunicó al comandante Villa, con quien en pocos días había yo intimado mucho.

Por aquellas estrechas ranuras entraba su luz como una llamarada, como un latigazo de fuego que encendía el rostro y caldeaba la cabeza. Había llegado a cogerle miedo a este gran sol feroz de Andalucía, y salía poco de casa. Diga usted, Matildita, ¿hace más calor que éste en Sevilla? ¡Anda! ¡Pues, hijo mío, si ahora está haciendo fresquito! ¿No ve usted qué noches más hermosas?

Pues ha hecho usted bien en venir, porque en Sevilla sólo hay tres cosas dignas de verse: la catedral, el alcázar y el patio de las de Anguita repuso con graciosa solemnidad. Preparativos para el bloqueo. Matildita, como he dicho antes, debía de sospechar el deplorable resultado de mi entrevista con el capellán del colegio del Corazón de María.

No quiero decir que eso aumente poco ni mucho su interés por ella se apresuró a decir. Pero... vamos, el dinero nunca daña... Se informó también del estado de mis amores, y con ella fui más franco que con Matildita. No le dije más de lo que había pasado.

En la casa todos estaban revueltos, como si el amor propio de la fonda de la calle de las Águilas estuviese comprometido en aquella jornada. Eduardito se empeñó en ir conmigo, lo mismo que Villa y Olóriz. Matildita había ofrecido un cirio a la Virgen de la Esperanza si me aplaudían, y Fernanda, el dueño adorado cuanto maduro de su hermanito, oír una misa en día que no fuese festivo.