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Un criado del hotel anunció que esperaba abajo el carruaje con la cuadrilla. Era la hora. Se puso sobre la faja el chaleco de borlaje de oro, y encima de éste la chaquetilla, una pieza deslumbrante, de enormes realces, pesada cual una armadura y fulguradora de luz como un ascua. La seda color de tabaco sólo quedaba visible en la parte interna de los brazos y en dos triángulos de la espalda.

Pero lo más lindo era una chaquetilla de felpa roja, tan raída como bien ajustada, sobre la cual liaba Angustias una faja hecha de dos o tres cintas de colores perfectamente cosidas, con lo que el muchacho parecía un sol, más que un príncipe, algo de sobrenatural en belleza y gallardía, como un Niño Jesús vestido de torero.

La puerta de una tienda de ultramarinos dejaba escapar en la esquina próxima un cuadro de luz vivísima, y veíase en el fondo al tendero, inmóvil ante el mostrador, ajustando sus cuentas. A cuarenta pasos, debajo de un andamiaje, una farola hacía resaltar las negras siluetas de un chulo de chaquetilla corta y una chula de falda almidonada y pañuelo de seda a la cabeza, que dialogaban vivamente.

La chaquetilla y el chaleco eran de terciopelo color de vino, con alamares y arambeles negros; la faja de encarnada seda; el calzón ajustado, de obscuro punto, modelaba las musculosas y esbeltas piernas del torero, unido a las rodillas con ligas de negra escarapela.

El Naranjero era hombre de unos cuarenta y cinco años, de piel morena y curtida, cabellos cerdosos y grises, ojos negros extremadamente vivos, más bien bajo que alto y vestía, como el guitarrista Primo, la chaquetilla clásica, la faja y el hongo flexible. Sin saber por qué, quizá por su presunción de gracioso, me fue antipático desde el principio.

¡Felicidad! exclamó ella con acento melodramático, oportuna reminiscencia de su carrera artística ¡Felicidad!... Juan, no me hagas ser mala... ¡No quiero!... Adiós. ¡Jamás volveremos a vernos! En seguida hizo a la niñera una seña, salió ésta con el chico, le arroparon, pusiéronse la moza su mantón, la señora su linda chaquetilla, y salieron del palco.

Empezó de groom, con su chaquetilla listada de menudos y apretados botones, sus botas de montar y su gorra de librea.

Este personaje decorativo gastaba patillas largas y blancas, abdomen abultado, pantalón obscuro y una chaquetilla blanca, de dril. Hablaba de manera doctoral. La geografía, la historia, el comercio, la navegación, todo lo dominaba este hombre extraordinario. Don Paco me explicó que don Matias y doña Hortensia buscaban para la niña un novio de la aristocracia.

Los andaluces iban afeitados, con ancho sombrero, chaquetilla de terciopelo color de vino y grandes tufos sobre las orejas. Los manchegos y castellanos usaban gorra de pelo, llevaban bigote recortado y chaquetón de paño pardo; únicamente su color, de un bronceado oriental, los distinguía de los paletos manchegos, cuyo traje imitaban.

Además, la hacienda de Santa Clara no está en el fin del mundo.... ¡Ya, ya verá usted a su sobrino, qué majo y qué gallardo que viene, vestidito de charro, en un caballo soberbio! ¡Ya verá usted, tía Pepa, qué elegante y guapo estaré con el pantalón ceñido, el jarano galoneado, la chaquetilla airosa y la pistola al cinto! ¡Y «taca, taca, taca»! ¡Ahí está el ranchero! ¡Ya llegó!