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El catalán sostuvo con brío lo que había dicho; pero viendo que todos reíamos y que Cueto no respondía, se calló por algunos instantes, con señales de enojo. Villa comenzó a embromar a Eduardito. Al parecer, este lánguido mancebo estaba perdidamente enamorado de una vecina amiga de su madre y hermana, lo cual era causa de haber perdido el apetito casi enteramente.

Después de repetidas instancias por mi parte, me confesó que el dios alado se le había presentado hacía tres años en forma de aspirante a telégrafos. ¡Tres años! Sería usted una criaturita. No, hijo, que tenía ya cerca de quince años... Era guapo, buen mozo, y tenía unos ojos muy pícaros... Venía mucho por casa, porque era amigo de Eduardito.

Lo original del caso es que, según me dijeron, la vecinita contaba más de veintisiete años, y él no había cumplido diez y nueve aún. Eduardito, ¿pongo para usted? Muchas gracias, señor Villa... Basta... basta. Vamos, joven, ¡valor! Este aloncito nada más. Me ha dicho Fernanda que le desagrada muchísimo que usted no coma. Ya empieza la guasa, ¿eh? respondía Eduardito, mostrando síntomas de temor.

Reuní en mi cuarto a Matildita, Fernanda, Eduardito y los criados, y les leí las composiciones que tenía preparadas para la noche; en realidad, para medir el tiempo empleado en la lectura. Puse el reloj abierto sobre la mesa, y leí primero una leyenda de la Edad Media, titulada La mancha roja, que resultó durar treinta y siete minutos.

Eduardito me contempló un momento con sus ojos pequeños, insípidos, y algo avergonzado, con ansioso acento, me dijo: Si usted quisiera, don Ceferino, dar una vueltecita por allí... y luego salir a avisarme...

¡Eh!, ¡eh! ¡Eduardito!... Detúvose un instante, miró y vino hacia . ¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios? No lo , don Ceferino me respondió, posando sobre sus ojos vidriosos. ¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto para llegar a la cita? ¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!... ¡Me están pasando unas cosas!... ¡Unas cosas!

Observé que la criada la obedecía con prontitud y respeto, y lo mismo un criado a quien llamó para colocar la cómoda que hacía falta. ¿El joven que salió a abrirme es pariente de usted? le pregunté. ¿Eduardito?... Es mi hermano. Raro me pareció que llamase Eduardito a aquel mastuerzo, y más ella que podría pasar sin inclinarse por debajo de sus piernas.

Al fin, quedé solo con la Junta directiva, porque Villa, Olóriz y Eduardito, mis fieles acompañantes, se habían ido también a coger sitio. Cuando usted guste, señor Sanjurjo me dijo, al fin, el presidente, sacando el reloj.

Parecía mentira que en tan poco tiempo se pudiese operar tal transformación. Mientras el sacerdote decía sus preces con murmullo solemne, observé que Eduardito cambiaba vivas y risueñas miradas con Fernanda, la cual le sonreía con sus ojos bordeados de ojeras dilatadas y su feo diente mellado. Aquel espectáculo tristísimo no les impresionaba.

Además, abrigaba todavía la esperanza de que la condesita interviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos. Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a dar explicaciones de su conducta. Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos de Eduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su nariz indómita. Mi profecía se había cumplido.