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Actualizado: 4 de julio de 2025
Matildita, llorando de emoción, me pidió permiso para darme un abrazo, el cual le otorgué generosamente. Tuvo que subirse a una silla para hacerlo. La verdad es que, a pesar de su petulancia, que nada tenía de ofensiva, era una buena chica la hija de mi huéspeda.
Es que, hijo mío, el arros es muy ladrón; toita la sustansia se traga. Pues avisa a la guardia civil, porque yo no tolero más robos de esta clase... Y diga usted, señor Cueto añadió cambiando de conversación, por temor sin duda de que Matildita cumpliese la amenaza, ¿piensa usted quedarse muchos días entre nosotros esta vez? No, señor. Me voy mañana.
Matildita obtuvo un éxito tan satisfactorio en su dificilísima gestión diplomática, que Fernanda había concedido a su enamorado trovador el permiso de ir a hablarle por la reja los martes, jueves y sábados. Eduardito osaba esperar que, andando el tiempo, obtendría el mismo señalado favor los lunes, miércoles y viernes.
Como formaba demasiado bulto para un sobre común, me vi precisado a fabricar otro, para lo cual pedí las tijeras a Matildita, que no dejó de echar una mirada penetrante a los pliegos escritos que estaban sobre la mesa. Don Seferino, uté escribe largo y no come... ¡Malo! Vi en lontananza una nube de consejos presta a reventar sobre mí.
En su opinión, lo que yo debía hacer ahora era presentarme a la madre de Gloria, pintarle mi pasión por su hija, echarme a sus pies y suplicarle que la sacase del convento y nos permitiese casarnos y ser felices. El consejo era poco práctico, y me convenció de que los amores del aspirante a telégrafos habían dejado en el espíritu de Matildita una huella indeleble de romanticismo.
Matildita concluyó por declarar que dudaba mucho de mi serenidad, y que desearía encontrarse en mi lugar, «porque ella era capaz de leer versos delante de la misma reina de España.» Después de tomar té en la Británica los cuatro, viendo que llegaban las nueve, me levanté con arranque diciendo: Vamos, Señores. Y nos dirigimos a la acera de enfrente, donde estaba el casino.
Cuando el sacerdote alzó la sagrada hostia, entre Matildita y otra mujer incorporaron a la enferma, quien nos dirigió una mirada vaga. Al encontrarse sus ojos con los de Olóriz, pintose en ellos un espanto, una angustia, que por largo tiempo tuve impresa su expresión en mi cerebro. Aún hoy no puedo recordarla sin horror. Olóriz se demudó mucho más de lo que estaba.
Yo no salía a paseo porque él no quería; me obligó a no dar la mano a ningún hombre, me quitó el flequillo del pelo, me quitó el corsé... ¿Cómo el corsé? pregunté sorprendido. Sí, señor; el corsé... ¿Uté no sabe? Aquí hay muchos que no quieren que sus novias gasten corsé... porque así gustan menos a los otros... Los amores de Matildita habían terminado de un modo tristísimo.
Palabra del Dia
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