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Esto causaba gran regocijo en la tertulia, no por qué, sobre todo a las niñas de la casa, que aceptaban los títulos. Durante la noche representaban su papel como damas de teatro cursi. Al señor de Anguita le llamaban el gran duque de Anguitoff, y el pobre viejo aceptaba, riendo, el título.

Si me hubiese dado calabazas..., nada..., hubiésemos quedado tan amigos; pero el pregonar mis cartas y el consentir que se haga chacota de ellas no lo olvidaré en mi vida... La saludaré cortésmente, la dirigiré la palabra con respeto; pero ser su amigo, ¡nunca! Entendí que tenía razón y no quise insistir. Aquella noche tampoco fui a casa de Anguita.

Tornaron a reanudarse nuestras sabrosas pláticas a la reja. Por algunos días fui dichoso. Sin embargo, los celos de Gloria no habían desaparecido por completo. Lo mismo era mentar la casa de Anguita que se ponía de mal humor y me hablaba en tono desabrido, por lo cual procuraba ir a ella lo menos posible. En una de estas noches dio un baile el conde del Padul.

Pues volviendo a mis asuntos, digo que comenzó a germinar en mi mente una idea, y fue la de acometer de nuevo la vía del capellán del colegio para llegar hasta mi adorada Gloria. El genio astuto de la raza galaica, que late en el fondo de mi ser lírico, me suministró una traza apropiada al caso. Yo tengo en Madrid un tío carnal, hermano de mi madre, que es alto empleado en el Ministerio de Gracia y Justicia desde hace años. Goza allí de gran consideración, y ha repartido en su vida no pocas canonjías y hasta ha influido poderosamente en la elección de algún obispo. A este le escribí rogándole me enviase una tarjeta de recomendación para algún dignatario de la catedral. Mientras llegaba la respuesta, seguí asistiendo a la tertulia de las de Anguita. Y, cierto, no lo pasaba mal. A los tres o cuatro días, según me había anunciado Villa, era íntimo de la casa. Pepita me llamaba chinchoso y mal gallego a cada instante; Ramoncita me trataba con la misma gravedad campechana que a los amigos antiguos, y Joaquinita celebraba conmigo numerosas conferencias de quince minutos cada una.

Y volvió a perderse en un mar de pormenores acerca de su novia. Yo los escuché en realidad con poquísimo interés, en apariencia con mucho, porque me lisonjeó la protección con que me había brindado, aunque no sabía a punto fijo en qué pudiera consistir. Esta noche probablemente la veré en casa de las de Anguita... Hombre, y a propósito, ¿quiere usted que le presente?

Hacíame mil preguntas acerca de la tertulia de Anguita, me obligaba a describirle minuciosamente todas las jóvenes que allí asistían, y luego, repentinamente, mirándome con fijeza a los ojos, me preguntaba: Vamos a ver: ¿y cuál es de todas la que más te gusta? Ninguna. Todas me gustan por igual. ¿Por qué sueltas esas simplezas? ¿Crees que me voy a enojar porque te guste una más que otra?

Mucho más valiera que el conde estuviese prevenido ya. En fin, la cosa no tenía remedio y me dispuse a aguardar. La condesita entabló conversación sobre diversos asuntos indiferentes; la compañía que actuaba en el teatro de San Fernando; el real alcázar, a cuyas recepciones familiares por las noches solía asistir cuando la reina estaba en Sevilla; la casa de las de Anguita, etc.

Poco a poco me iba serenando. Allá, en el fondo, estaba quizá contento por haber sacudido de los hombros el tremendo cuadro sinóptico de don Oscar. Las noches eran calurosas, asfixiantes. Cuando no iba a casa de Anguita, después que dejaba al amigo Villa, me agradaba dar vueltas por la ciudad en espera de las once, a pasos cortos y lentos, arrastrando los pies.

El pobre chico, aburrío, sentó plaza... Y le está muy bien el uniforme, no crea uté, con su chaquetilla azul y su sable arrastrando... Vamos, eso prueba que si quisiera otra vez volver sumiso a sus pies... Matildita frunció la frente con severidad, y con su manecita hizo un ademán dignísimo. El patio de las de Anguita. ¿Qué se le ofrecía a usted, caballero?

Me sacó de mi contemplación admirativa Joaquinita, que me invitó de nuevo e sentarme a su lado en la mecedora. «Ya tenemos otro cuarto de hora para hablar», me dijo. En esta segunda conferencia me pareció la segundogénita de Anguita un poquito pesada y dulzona. Se enteró de mi patria y familia, y me hizo que le narrase algunos pormenores de mi existencia.