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El ánimo de Gloria y la confianza que mostraba en los recursos de su imaginación me la infundían a también y me tranquilizaban. Al día siguiente, no conociendo a más jurista en Sevilla que a Olóriz, que estaba en el último año de la carrera, le consulté sobre los requisitos del matrimonio.

Juan Ruiz vino a con el semblante risueño y me dio un cordial apretón de manos. Comprendí que se sentía muy honrado con la amistad de un hombre tan eminente y lleno de gratitud por mi galante invitación. Respiré con un placer como no volví a respirar en mi vida, y le invité a beber con mis amigos Villa, Olóriz y Eduardito un chato en casa de Juanito, allí cerca.

Y antes que de nuevo se exaltase, me levanté y le di la mano. Olóriz vio el cielo abierto y aprovechó mi marcha para retirarse también, haciendo un reverente saludo. Isabel me estaba esperando con impaciencia, según me dijo. Había pensado bastante en mi situación y quería a todo trance deshacer los monos, que dependían, sin duda, de alguna mala inteligencia, de algún embuste.

Eduardito y Olóriz daban pormenores a otros huéspedes recientes, que, enterados ya por los periódicos, me miraban con una curiosidad y respeto que contribuían a inflarme. Antes de concluir, Matildita vino a decirme al oído: Don Seferino, hay ahí una mujer que pregunta por usté con mucha prisa.

Pepe, que te está saludando el señor Olóriz... Yo pensé que era una regla de buena educación contestar a los saludos que nos dirigen. Mujer, no le he visto manifestó Torres con dulzura.

Al fin, quedé solo con la Junta directiva, porque Villa, Olóriz y Eduardito, mis fieles acompañantes, se habían ido también a coger sitio. Cuando usted guste, señor Sanjurjo me dijo, al fin, el presidente, sacando el reloj.

Sonrió al verme y me habló en voz baja y con grande trabajo. Iban a ponerle una cantárida, y me salí. En el corredor tropecé con Olóriz, que daba paseos por delante de la puerta, atusándose la barba con mano convulsa.

Cuando el sacerdote alzó la sagrada hostia, entre Matildita y otra mujer incorporaron a la enferma, quien nos dirigió una mirada vaga. Al encontrarse sus ojos con los de Olóriz, pintose en ellos un espanto, una angustia, que por largo tiempo tuve impresa su expresión en mi cerebro. Aún hoy no puedo recordarla sin horror. Olóriz se demudó mucho más de lo que estaba.

Desde que el matrimonio había llegado, Olóriz, el estudiante de Derecho que con nosotros vivía, se acicalaba aún más el pelo y la barba, cosa que parecía ya punto menos que imposible, pues estos dos aditamentos capilares eran objeto de preferente atención y de asiduos cuidados para el jurista.

El dolor de Torres, vivo, profundo, desesperado, a todos pareció ridículo menos a . Cuando, quebrantado por los sollozos, hablaba de la «Raquel de su alma», los que habían ido a consolarle cambiaban rápidas miradas donde se traslucía una conmiseración burlona. Su pena era tan sincera, tan inmensa, que ni la presencia de Olóriz le estorbaba.