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Pasó el sacerdote por delante de ellas murmurando lúgubremente latines, y en pos de él, nosotros. A la puerta de la sala hallamos al infortunado Torres, de rodillas, con un cirio igualmente en la mano y sollozando. Con el cura entramos en el gabinete, donde habían puesto un altar portátil, diez o doce personas, entre ellas Olóriz. Mis ojos no se apartaban apenas de él.

No tardé en ver entre aquellos admiradores a Olóriz, atusándose, por variar, la barba y dirigiendo miradas lánguidas a Raquel. Se conoce que luchó un poco con el temor, pero que, al fin, se decidió a saludarla. Llegose, pues, y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su magnífica cabellera rubia, peinada cual si viniese directamente de la peluquería.

En la mesa apenas cruzaban la palabra; pero les vi en diferentes ocasiones departir amigablemente, apoyados en la barandilla del corredor, mirando con ojos extáticos los azulejos del patio. También observé, una vez que fui a misa de nueve en San Isidoro, que Olóriz, situado en posición estratégica, cambiaba con la dama, arrodillada cerca de una capilla, sonrisas y miradas.

¡Si no le he visto, mujer; si no le he visto! repetía dulcemente el anciano. Olóriz, en pie delante de nosotros, pálido, silencioso, hacía una figura verdaderamente desgraciada, tirándose con mano convulsa de la barba hasta arrancarse algunos pelos. Tomé el partido de dejarla desahogarse. Cuando hizo una pausa, le dije en son de broma: Vaya, Raquel, no sea usted tan nerviosilla.

El médico, en efecto, había mandado disponerla a escape, porque, según me repetía Villa, «se iba por la posta». El cura estaba a la sazón confesándola. Cuando terminó, nos dijo que salía a buscar el Viático, y todos los huéspedes de la casa y algunos amigos de nuestra huéspeda le acompañamos a la iglesia. Allí nos dieron un cirio a cada uno. Noté que la palidez de Olóriz había aumentado.

En la casa todos estaban revueltos, como si el amor propio de la fonda de la calle de las Águilas estuviese comprometido en aquella jornada. Eduardito se empeñó en ir conmigo, lo mismo que Villa y Olóriz. Matildita había ofrecido un cirio a la Virgen de la Esperanza si me aplaudían, y Fernanda, el dueño adorado cuanto maduro de su hermanito, oír una misa en día que no fuese festivo.