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Tiburcio solía cabalgar junto a él y procuraba consolarle y entretenerle con pláticas amenas y con juiciosas reflexiones. El mal y el bien dijo una vez , la próspera o la adversa fortuna carecen a menudo de ser real y dependen de nuestro modo de entender las cosas. De aquí que yo pueda afirmar razonablemente que no debes quejarte de tu suerte, sino tenerla por próspera.

Y dejaba su mano entre las de Fernando, sin resistirse, con la misma tolerancia con que se entrega un objeto precioso al niño enfurruñado, para consolarle. El ingeniero quería olvidar y acariciaba con arrobamiento aquella mano que recordaba, al través de su figura, la potente garra de Sánchez Morueta. La intervención del aña interrumpió su embriaguez amorosa.

No obstante, Amaury sufría, y como su pesar te atormentaba a ti, no pudiste menos de consolarle con todo tu poder, transformándote, aunque de lejos, en hermana de la caridad de su enfermo espíritu. Después volviste a verle, y entonces fue más dolorosa y terrible que nunca la lucha que hubo de sostener tu alma.

Yo hubiera deseado pedir perdón a su alma por no haber estado junto a su cuerpo moribundo para consolarle con palabras de esperanza y recibir su último suspiro. «Estaba la puerta de la cabaña abierta, y una cabrita no hacía más que balar y entrar y salir, como si pidiera socorro para su viejo compañero.

Y estas últimas palabras temblaron en el silencio del salón saturadas de tristeza. Anhelaba Rita consolarle.... ¡Le tenía tan en el alma! Cariciosa, le dijo: La niña le quiere...; hablóme de usted, poco hace, con mucha ley...; pero para quererle como cortejo tendrá algún reparo.... ¡Como se ha dicho que si usted y ella eran hijos del señor!...

Nuestro Tiburcio, que iba al lado de Damián de Goes, procuró consolarle diciendo de esta manera: No os apesadumbréis tanto, mi buen señor, por lo tremendos y feroces que suelen mostrarse en el día los hombres de esta península, engreídos por sus triunfos y por su predominio en la tierra.

Ella no, ella creía en él... le seguiría ciega al fin del mundo; sabía que entre él y Santa Teresa la habían salvado del infierno...». Pero no se podía correr detrás de él para consolarle, para decirle todo esto. «¡Qué hubiera pensado, sin ir más lejos, Petra la doncella que estaba allí, a su lado, silenciosa, sonriente, cada día más antipática, y más servicial... y más insufrible!».

Y él como si tal, ¡el grandísimo perro!... Más de una vez y más de dos he tenío que consolarle yo a él, porque se me echaba a llorar como un chiquiyo a lo mejó... Y lo que yo le desía: «Ven acá, grandísimo roío, ¿a ti qué te dan por llorá y suspirá so lechonaso

Si Chemed hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo ni sospechándolo, Chemed pasó de largo. Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del rapto, y a consolarle, si cabía consuelo en tamaño dolor.

Esta noticia pareció al principio consolarle mucho, pero la misma noche su estado empeoró, de tal modo, que se temía verle expirar a cada instante. Carlos, a quien una carta del desgraciado marido de Eulalia había enviado a llamar, acudió presuroso. El señor Spronck estaba tendido, sin conocimiento y casi sin vida.