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Como recuerdos de aquella época guerrera y bárbara adornaban las paredes grandes panoplias con lanzas, espadas en forma de sierra, sables ondulados y otros instrumentos mortíferos. El alma pacífica de Momaren se caldeaba en este salón, sintiendo al entrar en él entusiasmos heroicos que le hacían engendrar versos tan viriles como los de Golbasto.

Paseaban los dos hombres por el claustro, siguiendo el lado que a aquella hora matinal caldeaba el sol. El clérigo se había guardado los talonarios. Sus ojos se fijaban en Gabriel, que creía del caso sonreír de un modo enigmático que don Antolín tomaba por una afirmación. Esto le animó a continuar en sus confidencias. ¡Ay, Gabriel! No creas que cumplo sin trabajo mis pesados deberes.

Durante el día, cuando el sol caldeaba la tierra inflamando las blancuzcas pendientes de Marchamalo, Luis dormitaba bajo las arcadas de la casa, con una botella junto a él, destilando frescura, y tendiendo de vez en cuando su cigarro al Chivo para que lo encendiese.

En la estación de Pestum, la esposa del único empleado miró con curiosidad á este grupo que llegaba cuando la guerra había cortado la corriente de viajeros. Freya la habló, interesada por su aspecto enfermizo y resignado. Todavía estaban en el buen tiempo. El sol primaveral caldeaba estas tierras bajas lo mismo que un sol de verano, pero aún podía resistirse.

Por aquellas estrechas ranuras entraba su luz como una llamarada, como un latigazo de fuego que encendía el rostro y caldeaba la cabeza. Había llegado a cogerle miedo a este gran sol feroz de Andalucía, y salía poco de casa. Diga usted, Matildita, ¿hace más calor que éste en Sevilla? ¡Anda! ¡Pues, hijo mío, si ahora está haciendo fresquito! ¿No ve usted qué noches más hermosas?

Y bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nuevos, y en su caída al abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cerebro, cada vez más envuelto en densas neblinas, iba repitiendo: Padre nuestro... Padre nuestro... ¡ladrones! ¡granujas! ¡Me han abandonado! Un silbido El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!

El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno fueron sus disciplinas. Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas.

El sol de verano caldeaba la muchedumbre, por entre la cual paseaban las chiquillas despeinadas y en chanclas, con el cántaro en la cadera, pregonando el agua fresca, y los mocetones de brazos hercúleos y arremangados, con pañuelo de seda en la cabeza, sosteniendo a pulso las pesadas heladoras y ofreciendo a gritos la horchata y el agua de cebada. Ya habían sonado las cuatro.

El aire se caldeaba con olores acres, punzantes, bestialmente embriagadores. Los perfumes del explosivo llegaban hasta el cerebro por la boca, por las orejas, por los ojos. Experimentaron el mismo enardecimiento de los directores de las piezas, que gritaban y braceaban en medio del trueno. Las cápsulas vacías iban formando una capa espesa detrás de los cañones. ¡Fuego!... ¡siempre fuego!

El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los árboles; en las tibias madrugadas sudaba al trabajar, como si fuese mediodía, y a pesar de esto, la Borda cada vez más delgada y tosiendo más. Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza. Nadie pensó en llamar al médico. ¿Para qué?