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Esto no es vida de católico, y si Dios no me tomase en cuenta que lo hago todo por la gloria de su casa, creo que hasta perdería mi alma. Pasearon largo rato en silencio los dos hombres. Pero don Antolín no podía callar fácilmente cuando se trataba de la vida económica de la Primada.

La piedad de otros siglos, crédula y grosera, aparecía tan absurda al mostrarse en pleno siglo de descreimiento, que el mismo don Antolín, tan intransigente hablando de las glorias de su catedral, bajaba la voz y apresuraba la relación al señalar el pedazo de manto de santa Leocadia cuando se «apareció» al arzobispo de Toledo, comprendiendo lo difícil que era explicar de qué tela se vestían las apariciones.

Y añadía con expresión cariñosa, que contrastaba con su carácter rudo y taciturno: Ven, Gabriel: te esperamos en mi casa. Cuando te canses de hacer compañía a tu sobrina y de oír a ese loco de don Luis, sube un rato. No podemos pasar sin tu palabra. Don Martín está entusiasmado desde que te oyó la otra tarde. Desea verte; dice que iría de un extremo a otro de Toledo por escucharte. Quiere que le avise así que te decidas a reunirte con los amigos; y eso que don Antolín, hablando con él, te puso de loco y de hereje que no había por dónde cogerte...

Los otros oyentes, silenciosos y cabizbajos, no experimentaban menos el encanto de aquellas afirmaciones, que tan audaces resultaban en el ambiente reposado y rancio del claustro. Don Antolín era el único que reía, encontrando graciosísimas, por lo disparatadas, las ideas de Gabriel. Comenzaba a atardecer. El sol había desaparecido tras de los tejados de la catedral.

Buenas tardes. Muy buenas, don Antolín. Pero no lo olvide usted; aún no hemos salido de la fe y la espada. A ratos, nos dirige una o nos arrea la otra. Pero de la ciencia, ni una palabra. Ni siquiera ha regido España durante veinticuatro horas. Gabriel, después de esta tarde, evitó las reuniones en el claustro para no discutir con el Vara de plata. Estaba arrepentido de su audacia.

Hasta don Antolín se asomaba por las mañanas a la puerta. ¿Cómo está el pequeño? ¿Igual...? ¡Todo sea por Dios! Y se retiraba, haciendo al zapatero la gran caridad de no hablarle de las pesetas que le debía, en atención al hijo enfermo.

La simiente extranjera produjo en poco tiempo una inmensa selva: la selva de la Inquisición y del fanatismo, que aún subsiste. Cortan y cortan los leñadores modernos, pero son pocos y caen fatigados; los brazos de un hombre pueden poco ante troncos de cuatro siglos. El fuego, únicamente el fuego podrá acabar con esa vegetación maldita. Don Antolín abría los ojos con asombro.

Esta última consideración fue la que más impresionó a Gabriel, lastimando su dignidad. Don Antolín decía bien.

La gente se arrodillaba, y abriendo paso en ella don Antolín y sus varas de palo, avanzaban los canónigos con sus largas vestiduras rojas, el obispo auxiliar con mitra dorada, y las dignidades con mitras blancas de lino sin adorno alguno. Se arrodillaron todos ante la custodia, calló el órgano, y acompañados por el carraspeo de un trombón, entonaron un cántico adorando el Sacramento.

Venido al mundo en la mala época, cuando flaquea la fe y la Iglesia no puede imponerse por la violencia, el buen don Antolín había quedado obscurecido en la baja administración de la catedral, ayudando al canónigo Obrero en la partición y señalamiento de las pesetas que el Estado daba a la Primada, dedicando una larga meditación a cada puñado de céntimos, y esforzándose por que la santa casa, como las familias arruinadas, conservase su buen exterior, sin revelar la miseria.