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Una vez asada, córtense en pedazos, echándoles un poco de su mismo jugo, muy bien desengrasado. PECHUGAS DE GALLINA. Abiertas y sin piel las pechugas, se pone en medio de cada una una rueda de jamón, se sujeta la pechuga con un hilo y se ponen en una cacerola con manteca de vaca, vino rancio y el zumo de una naranja, sal, canela y caldo de cocido.

Y bien puede asegurarse que el señor D. José Joaquín Domínguez escribe con muy castiza elegancia y delicado gusto, y deja conocer, sin afectación y sin importunos alardes, que ha estudiado bien a nuestros clásicos y a los de la docta antigüedad griega y romana, sin copiar servilmente nada de ellos, sino poniendo en su estilo sabor y aroma, como el que presta al vino nuevo la solera de vino rancio y generoso que el antiguo vaso contiene.

En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe.

Lo que toman es leche muy azucarada con una ligerísima tintura de café, y tienen el capricho de beberlo en un vaso de vidrio, para tenerlo caliente. Ellos no son autoridad sino en cuanto al chocolate y el vino. Lo amargo les repugna en el café, como los deleita lo rancio en el aceite. Cada cual tiene sus gustos y en eso no cabe disputa.

En aquel hogar rancio y ridículo yo me había formado sin grandes afecciones; había crecido lentamente como una planta exótica al lado de mi pobre tío, que sin duda me quería, y que, no sabiéndose defender a mismo de su terrible compañera, se guardaba por su parte muy bien de protegerme cuando la brava señora la emprendía conmigo.

Pasaban semanas y semanas en el mar, fuese cual fuese el tiempo, durmiendo en el fondo de una cala que apestaba á pescado rancio, manteniéndose en patrulla aunque rugiese la tempestad, saltando como un tapón de botella de ola en ola, para repetir las hazañas de los antiguos corsarios. Ferragut tenía un pariente en el ejército que se aglomeraba en Salónica para avanzar tierra adentro.

Hasta el presidente de la República llevaba un apellido rancio y sonoro, igual al de los galanes de capa y espada de las comedias de Calderón.

El zapatero le parecía más amarillento y triste en el rancio ambiente de su tugurio, encorvado ante la mesilla, martilleando la suela; su mujer más débil y enfermiza, mísera esclava de la maternidad, debilitada por el hambre y ofreciendo como única esperanza al hijo pequeño aquellas ubres flácidas, de las que sólo podía surgir sangre. El pequeñín se le moría.

El Tesoro tenía un aire de vetustez lamentable. Las riquezas habían envejecido con la catedral. Los diamantes no brillaban, el oro parecía empañado y polvoriento, la plata se ennegrecía, las perlas estaban opacas y como muertas. El humo de los cirios y el ambiente rancio del templo lo habían patinado todo tristemente. «La Iglesia se decía Gabriel envejece cuanto toca.

¿Y ninguno ha dicho, buen ciego, hermano Cigarral, tome ahí esa tarja, o relámase con ese buen cuartalejo de pan?... Vaya, vaya, fuerza será dejar el paso libre a estos cristianos viejos, y ponerse delante de los que no tienen tanta enjundia de rancio en la caridad; pero, ¿quién que tenga sangre pura castellana alargará la mano ante estos miserables aljamisados, que por ladinos que sean, siempre huelen sus pensamientos a Mahoma, como sus palabras a la algarabía?