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Poseía la erudición de los chascarrillos políticos, y manejaba el caudal de frases parlamentarias con pasmosa facilidad. Bajo este follaje se escondía un árido descreimiento, el ateísmo de los principios y la fe de los hechos consumados, achaque muy común en los que se han criado a los pechos de la política española, gobernada por el acaso.

Estoy algo enterado de la cuestión y no voy a permitir que abuses de la ignorancia de Mariano y todos éstos. ¿Cómo puedes decir que aquellos tiempos fueron malos y que ellos tienen la culpa de lo que ahora nos ocurre? El verdadero culpable es el liberalismo, el descreimiento de la época, el haberse metido el demonio en nuestra casa.

La piedad de otros siglos, crédula y grosera, aparecía tan absurda al mostrarse en pleno siglo de descreimiento, que el mismo don Antolín, tan intransigente hablando de las glorias de su catedral, bajaba la voz y apresuraba la relación al señalar el pedazo de manto de santa Leocadia cuando se «apareció» al arzobispo de Toledo, comprendiendo lo difícil que era explicar de qué tela se vestían las apariciones.

Y en cuanto al descreimiento, digo que Voltaire jamás negó con seriedad las más altas y consoladoras verdades, de que son fundamento la existencia de Dios, su justicia, su providencia, y la libertad y responsabilidad del hombre.

Se explicaría así el ningún resultado de la libertad política para labrar el bienestar general, hasta que sobrevino por la instrucción pública el descreimiento, que llevó a emplear en mejoras agrícolas el dinero que se malograba en la compra de indulgencias, y en médico y boticas lo que se gastaba en pagar curaciones imaginarias a los santos.

Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don Pompeyo no contestaba.

Y no se crea que el mediquillo ejerce su noble profesión con el descreimiento del charlatán, no; la practica con la misma fe que el más concienzudo hombre de ciencia, rodeando todos sus actos de una solemne y cómica gravedad, tan rayana al ridículo, que no he podido menos de reirme siempre que he tropezado con alguno de esos pseudo enterradores.

En plena época de descreimiento, la iglesia le serviría de lugar de asilo, como a los grandes criminales de la Edad Media, que desde lo alto del claustro se burlaban de la justicia, detenida en la puerta como los mendigos. Allí dejaría que se consumara en el silencio y la calma la lenta ruina de su cuerpo. Allí moriría, con la dulce satisfacción de haber perecido para el mundo mucho tiempo antes.

Cuando la Reforma se levantó contra la Iglesia católica, el clero secular y regular, aun en la misma Roma, estaba corrompido y viciado y hasta lleno de descreimiento: «sólo el Orden de los jesuítas, añade nuestro historiador, pudo mostrar muchos hombres no inferiores en sinceridad, constancia, valor y austeridad de vida á los apóstoles de la Reforma». A los jesuítas, pues, á su poder persuasivo y al influjo de su palabra, se debió en gran parte la restauración y reverdecimiento en el seno de la Iglesia católica de aquel hondo sentir religioso y de aquella «extraña energía que eleva á los hombres sobre el amor del deleite y el miedo de la pena; que transforma el sacrificio en gloria y que trueca la muerte en principio de más alta y dichosa vida».

En cuanto a Pepe, su incredulidad, su alejamiento de todo lo divino y sagrado resultaban más graves, por ser fruto, no del olvido de las santas verdades, sino de un profundo desprecio de ellas: le empujaban al descreimiento las corrientes de la época, los estudios modernos, la atmósfera cortesana y una indudable predisposición personal.