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Pues así es, señá Eufrasia dijo Maltrana. Y el marido, saliendo de su mutismo por este triunfo extraordinario sobre la esposa siempre dominadora, dijo solemnemente: ¡Lo ves, mujer!... Las hembras no sabéis na de na y queréis meteros en too. Pero la Eufrasia, sin prestar atención al marido, bajaba la cabeza como para seguir mejor el curso de sus pensamientos.

Capítulo II En una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de los pueblos del condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa.

Subió luego al piso principal a ver a una anciana, madre de la célebre modista Eponina. Esta era una habilidosa francesa de mucha labia y trastienda, que en pocos años había hecho gran clientela. La vecindad fue causa de que Eponina y Emilia entablaran amistad. Algunas noches bajaba la francesa a casa del ortopedista, y otras los de Castaño subían al taller de modas.

Después de Dios en su obra, viene el hombre en la suya; después de las maravillas de la Naturaleza, vienen las del Ingenio. Por la noche, a la luz de la lámpara, bajaba un amigo de las tablas de la biblioteca y tomaba parte en su conversación.

Meditaba de nuevo hasta mediodía en su celda, recibiendo la visita de su director, rezaba el Vía Crucis en los claustros, comía á la una descansando de nuevo hasta las cuatro, y á esta hora bajaba á la capilla para escuchar las pláticas con los otros compañeros de ejercicios.

La tierra exhalaba con calma su aliento perfumado preparándose a dormir. Del cielo bajaba un silencio grave, solemne, que sólo interrumpía la sonoridad de sus pasos, el leve resoplido de los caballos. Los cascos de éstos al pisar las yerbas aromáticas, la mejorana, el hinojo, la yerbabuena, el romero, alzaban vapores penetrantes que les embriagaban produciéndoles un vértigo feliz.

En otros tiempos un rayo de amor divino bajaba sobre mi durante la solemnidad tranquila del domingo. El sonido bronco de la campana llenaba mi alma del presentimiento del porvenir y mis oraciones eran un goce ardiente. La misma campana anunciaba tambien los juegos de la juventud y la fiesta de la primavera.

La sumisión cobarde del Vara de plata era la primera victoria de los más audaces que formaban el acompañamiento de Luna. El sacerdote avaro y despótico bajaba los ojos ante ellos y sonreía con el deseo de ser agradable. Esto se lo debían al maestro.

Sus labios parecían sorber la fluida claridad que bajaba del cielo. Ramiro se sintió como enloquecido ante aquella aparición. Todo su ser no fue sino un brusco frenesí, una llama que se estira para devorar el velo cercano. Era Beatriz la que estaba ante él, su Beatriz, su señora, divinizada por la magia de la noche y del silencio.

Cuando bajaba de contemplar los mil objetos de arte que encierran los diferentes museos, una espantosa gritería que, como una gran bacanal subterránea, ensordecia con sus ecos repetidos por la bóveda sombría. La curiosidad me hizo acercarme, y solo al hallarme en medio de la indescriptible escena pude creer que allí estaba la Bolsa de un país civilizado.