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Sorprendida por aquel doble ademán, la doncella vaciló; pero, en seguida, bajando los ojos, tendió al pasar su temblorosa mano hacia la mano de Ramiro. Los dos mancebos se miraron un instante de un modo terrible.

Y Ramiro de Bealo ha conseguido por ello que el viejo linajudo le diese en parcería cuatro yuntas, y en aforo las tierras de Lantañón. ¡Santos y buenos días! ¡Santos y buenos! ¿El Señor Don Mauro camina para su casa de Bealo? Para allá se camina. ¿Tornan del entierro de la señora mi ama, que goce de Gloria?... ¡Dios les otorgue su santa conformidade!... ¿Por allá verían a la parienta?

Pasó el mediodía sin que Ramiro recibiese aviso alguno. A eso de las cinco de la tarde, Pablillos vino a comunicarle que don Alonso acababa de salir de su casa en una silla cubierta, y que, según les había dicho un viejo lacayo, aquel señor, después de algún tiempo, pasaba la noche en el convento de Santo Tomás. La tarde moría.

La hermosa mujer, con su anhelante movimiento, antojósele a Ramiro una figura de lascivia.

Confiado en sus fuerzas extraordinarias, quiso hacerte frente; pero lograste pronto volcarle y fué pisoteado. El valeroso Ramiro de Tolivia midió varias veces las espaldas con su garrote á Juan de Pando, afamado en todo el valle, no sólo por su valor, sino por la habilidad en el baile.

Ramiro removió entonces los labios para preguntar si en todo aquello no había nada que fuera contrario a la Santa Iglesia de Cristo; pero el mago, poniéndole el dedo en la boca, abrió un libro al azar, y leyó: «Aquél no puede ser el mayor Señor que tiene temor de alguna cosa.» «Más vale la libertad en el querer, en el recordar y en el saber que poseer un reino o un imperio

El escribano de la comisión requirió por tres veces a Bracamonte que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyole decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchose una voz entera que repuso: No me sigáis predicando, que no diré más.

Pero Ramiro, agitado, convulso, como si fuera a caer presa de un síncope, se puso a correr delante de ellos, gritando: ¡Álvaro, Álvaro! ¡Que entra la z... en tu casa! Dos criadas se asomaron a la escalera y contemplaron con estupor la escena. El viejo no se detuvo en el principal; siguió hasta el segundo, dando los mismos gritos.

Don Diego repuso Ramiro con el rostro demudado es gran caballero y no pudo ser jamás aleve ni traidor como dice vuesa merced. Pues yo repito replicó de mala manera el lectoral, mostrando los dientes y golpeando dos veces en la mesa con el puño que don Diego es traidor y cobarde. ¡Y yo digo que miente vuesa merced! gritó Ramiro, ebrio de cólera.

Pero aquel imperceptible rumor hizo incorporar instantáneamente a la hermosa morisca. Creía verla aún caminando hacia él, de modo lento, sus enormes ojos clavados con espanto en la abertura. Había adivinado: apenas hubo entrado en la cuadra del baño, exclamó: ¡Eres , Ramiro! ¡Eres ! Luego, la brega muda, terrible.