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Aquel robo de loco no podía dar otros resultados. ¡Embriagar con el vino de los ricos a todo un tropel de gentes rudas y ordinarias! Bastante había reñido a su primo al volver él a Jerez; y ahora, cuando tenía olvidada la barrabasada, le enteraban de su última consecuencia, una deshonra que le impediría poner los pies en Marchamalo. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué de vergüenzas sobre la familia!...

Cuando Rafael no tuvo más que decir, todos se fueron adentro sin saludarle. Satisfecha su curiosidad, despreciaban al gañán que les había hecho abandonar sus mesas precipitadamente. El aperador puso su jaca al galope, con el deseo de llegar cuanto antes a Marchamalo. María de la Luz no le había visto en dos semanas y le recibió con mal gesto.

Iban llegando los otros carruajes, con ruidoso cascabeleo y polvoriento patear de las bestias en la cuesta de Marchamalo. La explanada se llenaba de gente. Formaban la comitiva de Dupont todos sus parientes y empleados.

A ver, señor Fermín decía sacando el viejo a la gran explanada que se extendía frente a las casas de Marchamalo, que casi formaban un pueblo. Eche usted una voz de mando; pero con arrogancia, como cuando era usted de los rojos y marchaba de partida por la sierra.

Dos veces había ido de día a Marchamalo con la excusa de ver al señor Fermín; pero María de la Luz escondíase, apenas adivinaba su caballo galopando por la carretera. Montenegro le oía pensativo. ¿Tendrá otro novio? dijo. ¿Se habrá enamorado de alguien? No; eso no se apresuró a responder Rafael, como si esta convicción le sirviese de consuelo.

Fermín asomó la cabeza al cuarto de la juerga, y después de aceptar una copa de Dupont huyó de éste, que intentaba cogerle por las solapas, para que se quedase. Antes de media tarde llegó Fermín a Marchamalo. Rafael le llevó en las ancas de su jaca. Su impaciencia le hacía mover nerviosamente los talones, espoleando al animal.

Quedaban en Marchamalo muy pocos viñadores, pero Dupont había sustituido a los huelguistas con gitanas de Jerez y muchachas venidas de la sierra al cebo de los jornales abundantes.

Leyéndole, no había más remedio que creer que el vino de Jerez era tan indispensable como el pan, y que los que no lo bebían estaban condenados a una muerte próxima. Mira, Fermín, hijo mío decía con entonación oratoria. ¡Qué hermosura de viñas! Me siento orgulloso de prestar mis servicios a una casa que es dueña de Marchamalo.

Colocaba miles y miles de botellas del vino de fuego que producía Marchamalo, en aquellos países septentrionales de noches casi eternas y días de pleno sol, que duran meses. El viajante, después de muchos años de servicios a la casa, había venido a España, pasando por Jerez, para conocer personalmente a los Dupont. Don Pablo había creído indispensable el invitarlo a comer con su familia.

El señor Fermín era una de las curiosidades de Marchamalo, que don Pablo exhibía a sus acompañantes.