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Que abandonara esa vida de vagancia, que se hiciera hombre de provecho, que trabajara... ¡Trabajar Agapo! ¡si apenas podía llevar su alma a cuestas! sus brazos colgaban lánguidos de los hombros, sus piernas se negaban a sostenerle mucho rato y hasta su pensamiento era tardo y perezoso, como obrero holgazán que ama el descanso.

El principal encanto de las caricias de Cristeta consistía en que no permitían precisar dónde acababa el amor puro y dónde empezaba la sensualidad. Tenía los enlaces perezosos y movimientos lánguidos con que ciertos animales mitológicos, mitad mujeres, mitad serpientes, se ciñen a los troncos de árbol; pero al mismo tiempo sus miradas permanecían limpias y exentas de lascivia.

Las habían recogido juntos, y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el follaje. ¡Eh... dejar algunas! les gritaba inútilmente Ana. Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar estaba por todo extremo obediente y cortés.

Una semana después la hija de Körner cantaba al piano una sentimental canción, un lieder titulado Vergiesmeinicht, «no me olvides», que no era el de Goëthe, sino mucho más meloso; y al dedicárselo, con la mirada expresiva y los gestos lánguidos, al administrador de las plateadas patillas, le dejaba para siempre rendido a sus encantos y le hacía copartícipe de aquellos sentimientos de sensucht, que él, Nepomuceno, no sospechaba que existieran. Por aquellos días tuvo D. Juan ocasión de enterarse de quién era Fausto, y del pacto que había hecho con el demonio; y adquirió la noción de Margarita, rubia, pobremente vestida, con los ojos humillados y con un cántaro debajo del brazo, camino de la fuente. Margarita era su Marta, aquella señorita tan gruesa, tan blanca, tan fina de cutis y tan espiritual, que le había revelado en pocas horas un mundo nuevo: el de los amores reconcentrados y poéticos.

Del río y de la selva brotaba el concierto misterioso con que las aguas, las plantas y los animales daban su adiós al día. Sonaban á lo lejos las esquilas de los ganados y el último tiro del fatigado cazador, mientras que en las cumbres de los montes resplandecía la hoguera de los pastores y modulaba el viento lánguidos sollozos que parecían el lejano murmullo de Madrid.....

Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos que les comía gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cercados por la ojera tenue y azul, aureola de pasión. La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre.

A Benina manifestaba el buen señor casi exclusivamente su gratitud, reservando para la señora una cortés deferencia; para Benina eran todas sus sonrisas, sus frases más ingeniosas, la ternura de sus ojos lánguidos, como de carnero a medio morir; y a tantas indiscreciones unió Ponte la de llamarla ángel como unas doscientas veces en el curso de la frugal cena.

Sus lánguidos y livianos bailes y la mórbida esbeltez de sus formas eran encanto de los ojos y dulce lazo en que los corazones quedaban cautivos. En medio de tanto deleite, Morsamor se había mostrado impasible, silencioso y tétrico. Ninguna mujer había logrado prenderle, ni aun con las ligeras y frágiles cadenas en que donna Olimpia le había prendido.

Así pasábamos días enteros contemplando el mar, viendo adelgazarse o engrosar la línea de tierra en la lejanía, midiendo la sombra que giraba alrededor del mástil como en torno de la larga aguja de un cuadrante, lánguidos por la pesadez del día y el silencio, deslumbrados por la luz del sol, privados de conciencia y, por decir así, invadidos de olvido por aquel prolongado columpio sobre las aguas encalmadas.

Caían ya oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un peón caminero, en mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colocada sobre un mojón de granito, daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta. Tiró el jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, paró inmediatamente.