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Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, como si fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islas occidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por malteses y sicilianos.

Se alejaron con marcada indecisión, volviendo repetidas veces el rostro para examinarle una vez más. A los pocos minutos regresó uno de ellos, el más viejo, aproximándose con timidez á la mesa. ¿Es usted, y perdone, el capitán Ferragut?... Hizo esta pregunta en valenciano, al mismo tiempo que se llevaba la diestra á su gorra para quitársela. Ulises detuvo el saludo y le ofreció una silla.

Y Tòni se preguntaba por primera vez si el capitán Ferragut tenía derecho á arrastrarlos á todos á una muerte segura, por su testarudez vengativa y loca. «No, no tengo derecho», se dijo Ulises mentalmente.

¡Oh, madre Anfitrita!... Ferragut la describía lo mismo que si hubiese pasado ante sus ojos. Algunas veces, cuando nadaba en torno de los promontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por la fuerza ciega de las potencias naturales, había creído ver á la diosa desembocando entre dos rocas, con todo su risueño cortejo, luego de haber descansado en una cueva marina.

A través de la risa juguetona con que acompañaba estas palabras, Ferragut adivinó una voluntad firmísima. Entonces dijo con desaliento ,¿todo será inútil?... ¿Aunque yo haga los mayores sacrificios?... ¿Aunque le pruebas de un amor como jamás se haya conocido?... Todo inútil contestó ella rotundamente, sin dejar de sonreír.

En la ribera de Santa Lucía vió de lejos su antiguo hotel con las ventanas iluminadas. El portero precedía los pasos de un joven que acababa de descender de un carruaje llevando su maleta. Ferragut se acordó de pronto de su hijo Esteban. El viajero adolescente ofrecía de lejos cierta semejanza con él... Y siguió adelante, sonriendo con amargura de este recuerdo inoportuno.

Los equipajes de los dos estaban confundidos, como si sufriesen la misma atracción que juntaba sus cuerpos con un enlazamiento continuo. Si Ferragut necesitaba buscar un objeto de su pertenencia, se perdía en el oleaje de faldas, enaguas de seda, ropa blanca, perfumes y retratos tendido sobre los muebles ó encrespado en los rincones.

¡Las mujeres!... ¡ah, las mujeres! murmuró el jefe francés con sonrisa melancólica, como un magistrado que no pierde de vista las debilidades humanas y ha participado de ellas. Sin embargo, el delito de Ferragut era de importancia.

Ferragut se sintió alarmado por tales palabras. ¿Qué sacrificio deseaba proponerle esta mujer?... Pero se calmó al seguirla escuchando. Todo era una hipótesis de su desordenada imaginación. «Está loca», afirmó de nuevo en su cerebro el consejero interior.

Aceptaba sus servicios, pero quería algo más. Deseo comer, tío Caragòl dijo alegremente . Me contentaré con lo que haya... El susto me ha dado hambre. Cuando Ferragut salió de Barcelona ya tenía casi cicatrizada la herida del hombro.