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Hombre, vamos a hacer una cosa me dijo él. ¿Qué? Vamos a cambiar de destino y de estado civil. te vas al negrero y te llamas Tristán de Ugarte; yo ... No puede ser repliqué . En el barco en donde yo estoy no te van a tomar con mis papeles y con mi nombre. No importa. Yo no pienso ir a tu barco. Voy a comprar unas tierras en Filipinas, y me gustaría usar tu nombre mejor que el mío.

Aunque nos faltaba poco para el pueblo, decidimos quedarnos allá. Nos sentamos a una mesa y pedimos de cenar. Ugarte se puso a burlarse del capitán Sandow y de su hija. Al principio me indignó; pero luego me produjo lástima y desprecio, comprendiendo que estaba en uno de sus arrebatos de locura, de insensatez.

Yo puse como condición previa que no nos defendiéramos ni matáramos a nadie. Era tan difícil salir del pontón, ganar la costa y salvarse, que había que pensar que teníamos cien probabilidades contra una de volver. Comenzamos los preparativos, Ugarte había recibido dinero y estaba dispuesto a pagar.

El piloto mandó la maniobra. Salió el bote para levar el ancla, el cabrestante comenzó a chirriar para levantarla, las velas se tendieron en los palos, y unos momentos después zarpábamos con viento fresco. Al pasar a la altura de Cabo Engaño recogimos al antiguo piloto Ugarte, que había salido en un junco a nuestro paso.

Anduvimos por la costa. Allí no estaba el bote; o se lo habían llevado o nos habíamos despistado de noche. Ugarte se puso a blasfemar y a lamentarse de su suerte. Allen le dijo que se callara; la Providencia nos estaba favoreciendo, y blasfemar así era desafiar a Dios. Ugarte le contestó sarcásticamente, y hubieran llegado a las manos, a no ponerme yo en medio a tranquilizarlos.

Huimos en la ballenera, y creo que al cocinero y a algún otro se le ocurrió apoderarse de los cofres de Zaldumbide y llevarlos con nosotros. Cuando huíamos, El Dragón se hundió. Después Ugarte se jactaba de haber hecho en el casco un boquete. No si esto fué verdad.

No me cabía ninguna duda de que mi tío Aguirre había navegado en El Dragón. Lo que no comprendía era por qué Ugarte le había cedido su nombre.

Decidimos que Allen entrara a comprar un poco de pan. Allen volvió en seguida, diciendo que no había nadie. ¿No hay nadie exclamó Ugarte . Pues mejor. Y entró y volvió al poco rato con un pan y un trozo de cecina. Estábamos convertidos en ladrones vulgares, Ugarte se dirigió al puerto. Pero, ¿a qué vamos por aquí? ¿No es mejor ir a la playa? dije yo. Haremos una intentona contestó él.

¡Lúzaro! exclamó el viejo . Yo he conocido a alguien de Lúzaro. ¡Ah, ! añadió, llevándose la mano a la frente . El piloto de El Dragón ... Tristán, Tristán de Ugarte. Tristán de Ugarte era el nombre con que el médico de Elguea había extendido la partida de defunción de mi tío, y El Dragón el nombre del barco en donde había navegado Juan de Aguirre, según me contó Francisco Iriberri.

La idea de la evasión le obsesionaba; gracias a aquella idea fija podía estar tranquilo. Yo comenzaba a acostumbrarme a la vida del pontón. La posibilidad de quedar en el pantano para servir de pasto a los cuervos no me seducía. Ugarte estaba enfermo, irritado por los castigos, y me excitaba preguntándome si es que tenía miedo.