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A lo lejos, por la parte del mar, el sol ocultábase tras la cumbre del Serantes. Un grupo de muchachos seguía la lenta flotación del último santo, arrojándole piedras para que no se detuviera en las revueltas de la corriente. Después de las agitaciones de la tarde, la calma majestuosa del crepúsculo de verano, parecía envolver suavemente el espíritu de Aresti, elevando su pensamiento.

Serían borrachos, que, después de pasar la noche en claro, en un arranque de embriaguez llorona no querían meterse en la cama sin visitar algún amigote enfermo. ¡Cómo le estarían poniendo los asientos! La tartana pasaba lenta y perezosa por entre el movimiento matinal.

El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al matrimonio Laurier. El era un ingeniero que poseía una fábrica de motores para automóviles en las inmediaciones de París: un hombre de treinta y cinco años, grande, algo pesado, silencioso, que posaba en torno de su persona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más profundamente en los hombres y los objetos.

Al tocar el suelo vaciló sobre sus piernas; luego fué avanzando trabajosamente, moviendo los pies con dificultad, hundiendo su bastón en los surcos. Apóyate, viejo mío dijo la esposa ofreciéndole un brazo. El autoritario jefe de familia no podía moverse ahora sin la protección de los suyos. Se inició la marcha entre las tumbas, lenta, penosa.

Todos entonaban un coro de desgracias y horrores con voz lenta y quejumbrosa, como si llorasen ante un féretro: «Señor, han muerto á mi marido...» «Señor, mis hijos: me faltan dos hijos...» «Señor, se han llevado presos á todos los hombres; dicen que es para trabajar la tierra en Alemania...» «Señor, pan; mis pequeños se mueren de hambre

Soy suegra, que es lo último que se puede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que usted no sabe. Me las figuro. No se las puede usted figurar. Pues, querida, a me gustaría muchísimo ver a mis hijos reconciliados. No hay cosa más fea que un matrimonio reñido dijo la bendita de Mariana con su palabra lenta, arrastrada, de mujer linfática.

Luego me senté muy cerca de la cama de mi hermana y la miré, esperando la muerte. Seguía con atención todos los síntomas de aquella lenta agonía. Me parecía que mi conciencia estaba fuera de y que me veía a misma sentada como una estatua de piedra, con los ojos fijos en el rostro de la moribunda.

Por consiguiente, permanecía solo la mayor parte del día, teniendo a Glave para que cuidase y supliese mis necesidades. De cuando en cuando venían a verme algunos amigos, conversando y fumando un rato conmigo. Así pasó el mes de marzo, siendo mi convalecencia mucho más lenta de lo que Walker había pensado al principio.

Se colocaron á ambos lados del velero, aproximándose á él de tal modo, que parecía que iban á aplastarlo con el encontrón de sus cascos. Varios cables metálicos surgieron de sus cubiertas para enroscarse en los palos de la goleta, aprisionándola, formando una sola masa de los tres buques, que siguieron unidos la lenta ondulación del mar.

El joven pasó y maquinalmente tomó por la embocadura de una calle inmediata. La noche cerraba á más andar: el temporal seguía; la lluvia lenta, sorda, pesada, espesa, producía un arroyo en el centro de la calle, y las gentes, rebujadas en sus capas ó en sus mantos, pasaban de prisa.