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Se cogió entre los dedos el labio inferior, y moviendo la cabeza y hundiendo la barba en el pecho, metía los ojos debajo de las cejas. «En fin..., yo hablaré con Rodríguez... Es amigo mío..., buena persona. ¡Dos mil quinientos! murmuró la joven ensimismada en sus cálculos, como un calenturiento sumergido en el doloroso caos de su estupor febril. Veremos... Quizás se pueda...

Los Alcaparrones contemplaban el cadáver a distancia, sin besarlo, ni osar el más leve contacto con él, con el respeto supersticioso que la muerte inspira a su raza. Pero la vieja, de pronto se llevó las crispadas manos al rostro, arañándolo, hundiendo los dedos en su pelo aceitoso, de una negrura que desafiaba a los años.

También le irritó el automatismo de aquellos soldados, que indudablemente le habían entendido; pero eran incapaces de oír mientras no oyese su jefe. Quiso lanzar por segunda vez el insulto, pero no pudo. Alguien le tiraba del brazo; una cara se pegaba á la suya, hundiendo en sus ojos una mirada de espanto. ¡Pierrefonds! ¡Amigo mío! ¿Está usted loco? ¡Por Dios, cállese!

Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertos como ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los que surgían varas llenas de hojas.

Desde entonces, los campos que hacía más de cien años trabajaban los ascendientes del pobre labrador habían quedado abandonados á orilla del camino. Su barraca, deshabitada, sin una mano misericordiosa que echase un remiendo á la techumbre ni un puñado de barro á las grietas de las paredes, se iba hundiendo lentamente.

Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera.

Frantz y Kasper se acercaron andando de rodillas, y, ¡cosa singular!, Hullin, hundiendo la mirada en las tinieblas del lado de Falsburgo, creyó ver el chisporroteo de unos disparos, como si se tratara de hacer una salida de la plaza.

El respetable padre de las Moñotieso, abriendo la boca desdentada y negra con femeniles gritos, movía sus caderas descarnadas, hundiendo el vientre para hacer surgir con mayor relieve la parte opuesta. Sus mismas hijas celebraban con grandes risotadas estos alardes de una vejez envilecida. ¡Olé, grasioso!...

La vieja despertó con el ruido de pasos. Al ver al prelado, dio un grito de sorpresa: ¡Don Sebastián! ¡Aquí usted...! He querido visitarte dijo el cardenal con sonrisa bondadosa, sentándose en una silla . No siempre habías de ser la que me buscases. Te debo muchas visitas, y aquí estoy. Hundiendo una mano en las profundidades de la sotana sacó una petaca de oro, encendiendo un cigarrillo.

¡Vamos, vamos! exclamó la joven haciendo ademán de alzarse . Se va a caer la noche en un instante. Espera, déjame sentir el beso de adiós de ese sol que se está hundiendo. El astro rey ocultaba ya la mitad de su disco en la llanura y enviaba uno a uno sus rayos de púrpura con sonrisa melancólica, colgándolos suavemente a las ramas de los árboles. ¿Lo ves? Ya el sol se ha ido. ¡Vámonos, vámonos!