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Su cayado fulminante, cortado en el monte Raigoso, abatía cuanto encontraba delante. Imposible contar el número prodigioso de bollos y tolondrones que aquel mortífero instrumento causó en breve tiempo. No era un arma en sus manos, sino rayo fragoroso, resonante, que sembraba el terror y la alarma por doquiera que pasaba. ¿Á quién sacrificaste , impetuoso Celso, honor y gloria de mi parroquia?

No habiendo podido dormir en la noche, había pasado en calenturientos sueños parte del día, y me hallaba al despertar afectado de gran postración. Mi alma llena de tristeza se abatía, incapaz del menor vuelo, y encontrándose inferior a misma, hasta parecía perder aquella antigua pena que le producían sus propias faltas, y se adormecía en torpe indiferencia.

Pero dime: ¿desde cuándo te has metido á orador? No sabía yo que en Ateca hubiera tanta elocuencia. Te habrán aplaudido los segadores en las eras, y te has creído por eso un Demóstenes. El fanático reía con tan maligno acento de sarcasmo, que á Lázaro le parecía tener delante un grotesco demonio. Cada palabra abría en el corazón del pobre prisionero una nueva herida, y le abatía y avergonzaba más.

That live to weep, and sing their fall. Grey, oda X. Yertos están sus labios generosos Sellados por la muerte y la quietud; Mudos están sus ecos dolorosos. Mudo tambien su armónico laud. Mústios están los ojos que abatia Al contemplar un libro amarillento, Buscando en él como en la fuente fria Saciar su sed el viajador sediento.

El cielo también la había mirado con ceño, y ella no había sucumbido sin embargo. Pero el ceño de este hombre pálido, débil, pecador, á quien el pesar abatía de tal modo, era lo que Ester no podía soportar y seguir viviendo. ¿No me quieres perdonar? ¿No quieres perdonarme? repetía una y otra vez. ¡No me rechaces! ¿Me quieres perdonar?

Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación y el alma de D. Luis tocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contra sus más fuertes y arraigados propósitos, y D. Luis temía que diese al traste con ellos.

Si hubiese robado a doña Sol de Quiñones, y a despecho de la Reina y de todo el mundo, la tuviese a bordo, el caso, aunque pecaminoso, sería digno de él; pero llevar a donna Olimpia, que lo mismo se hubiera ido acaso con otro cualquiera, era triunfo tan miserable, que, en vez de lisonjear su amor propio, le lastimaba y abatía.

Pepita también estaba triste; pero le pesaba el silencio que reinaba en el comedor y hacía preguntas á su padre sobre la vida de Biarritz, queriendo que le describiera alguna toilette de las muchas que habría visto en aquella sociedad elegante. Sánchez Morueta se esforzaba por contestar á gusto de su hija. Era la única persona ante la cual se abatía su mal humor.

Asistía ordinariamente a la misma mesa del café, además de Moreno y D. Laureano, otro amigo llamado Miguel Rivera, viudo, antiguo periodista, secretario particular en la actualidad de un ministro, hombre de carácter festivo y alegre conversación cuando no abatía su espíritu el recuerdo de un terrible pesar que había experimentado.

Además, aquella mujer parecía dotada de un sentido diabólico para adivinar su presencia. Le descubría en sus escondrijos, por apartados que fuesen; pasaba ante él orgullosa y atrayente a la vez, lo mismo que una reina convencida de su majestad, con un fluido en torno de su persona que desarticulaba y abatía los santos propósitos mejor construidos.